jueves, 27 de septiembre de 2012

EL CAPITANIA EXPRESS






EL CAPITANIA EXPRESS.


        El Capitania Express, orgullo de los ferrocarriles del Gobierno de la Republica, jamás se detenía en la estación de Termosales. Según don Carmelo Herrador de los Santos, era un tren excesivamente lujoso como para detenerse en tan miserable apeadero. Solo hacía tres paradas en su recorrido de ida hasta la Capital: AguasAmargas,  Nueva Mérida y Los Capellanes, ésta última a muy poca distancia del final del trayecto. Curiosamente el camino de vuelta lo hacía por otra ruta; bordeando el sur del país, para evitar, como indicaba con buen criterio el ministerio de Asuntos Populares, choque frontales con otros trenes que pusieran en entredicho el buen hacer  de la Republica.
        
Tomaba, El Capitania, el nombre de las dos regiones más importantes del país, que ocupan más de sus tres cuartas partes: Capitania de Levante y Capitania de Poniente, extensas zonas medio selváticas atravesadas con el río Aguas Amargas, que habían sido ricas en producción de carbón vegetal, en maderas nobles y en guerrilleros rebeldes, contra los que había combatido efusivamente Don Carmelo Herrador de los Santos, jubilado,  a la postre, a la edad de cuarenta y seis años, por los buenos servicios prestados al ejército del Gobierno de la Republica. Y tomaban estas regiones el nombre de un conquistador español apellidado Capitán o Capitana, al que los nativos, tras decapitarle, había visto descabezado a lomos de su caballo vagando por la selva.

La estación de Termosales era un humilde edificio de madera y barro que hacía las veces de vestíbulo, de refugio de mendigos y de consulta médica de don Gustavo Vallerverde; el sacamuelas de Los Capellanes, que tenía que recorrer, por aquel capricho ministerial de que sus trenes  hicieran trayectos  circulares, medio país desde su casa, las mas de las veces para regresar sin haber extraído ni muelas de las bocas ni plata de los bolsillos, que tan grande era la voluntad del galeno como la necesidad de los termosaleños.

Don Carmelo Herrador, militar jubilado y Lucas Monteño, ferroviario, cartero y telegrafista, eran, a la postre, los únicos parroquianos que cobraban del estado. El resto de los moradores de aquellas cuatro casas mal dispuestas sobre el cauce fangoso de una quebrada antidiluviana, vivían los unos de milagros, y los otros de la caridad divina.

Todos los días del año, incluido el de Navidad, a las cinco y diez de la tarde, el Capitania Express cruzaba, veloz como el pensamiento, por la estación de Termosales, con tal indiferencia que ni siquiera hacía sonar su sirena anunciando su excelsa presencia. Fiel  a su cita, don Carmelo le esperaba de pie en el anden desde las cinco en punto, para regocijarse mismamente, al paso airoso y marcial de aquella moderna locomotora y su sequito de vagones cargados de gentes importantes. Luego, como todas las tardes, entraba de nuevo en la estación a platicar, hasta el anochecer, con su amigo ferroviario, y no había un solo día que a lo largo de la conversación no apareciera aquel maldito tren, que le tenía alterada la voluntad y la memoria.

         Llovía con desgana. La tarde, ebria, se derramaba sobre si misma y traía con la lluvia aromas de café recién tostado y esencias de vainilla y madreselva.

-                           Una vez, Don Carmelo, estuve a punto de ver al Capitania de cerca, en la estación de la Virgen en la Capital. Fue cuando el mal de mi padre, pero ya ve usted, para trenes estábamos. Llovía, compadre, como esta mismita tarde, cuando mi papá salio de casa en busca del alazán  que se nos había perdido. Llevaba el paraguas de mi difunta vieja y vino corriendo, a darme razón de él,  Eustaquia, la comadrona: -Tu padre ha ido por el jaco con el paraguas de tu santa madre y lo lleva girando sobre la cabeza, Dios nos proteja, Luquitas, hijo, eso  va a traernos no mas que desgracias y mala sombra.
-                           A la semana enfermó de aquellas calenturas, que ni bañado en aguardiente, había forma de bajarle, que se consumía de manera que solo pellejo era su cuerpo, llenos de costras pustulosas que secretaban un humor verdoso con olor a canela. Una semana estuvo en el hospital, que cuando se nos acabó la plata, con buenas palabritas, nos pusieron de patitas en la calle.
Nos recogió La Serrana en su casa, una nativa con la que mi viejo estuvo medio apalabrado cerca de Nueva Mérida, en los tiempos de las revueltas. Tenia, usted, que haber visto que turmas tenía la buena señora, que no le hacía ascos a recoger las bilis que mi padre vomitaba y que a palanganas llenas tiraba por la ventana trasera de la casa. Fueron tres meses de vía crucis, que mi papá mas parecía el canto de un peso que una persona de Dios. Se me murió, talmente, un día que Marita la Serrana le estaba peinando para ponerlo digno, que vendrían  a verle aquellas misioneras británicas que en lugar de pan traían consuelo que a mi padre no aliviaba, que más que consuelo lo que el viejo necesitaba era el pan de la Marita, que las monjitas se comían para perdonarle los devaneos, a pesar de que entonces ella no ejercía, que ningún cliente se atrevía a ayuntar con una mujer que tenía un hombre encamado en su casa con aquellas pupas.
A los estudiantes de medicina entregamos el cuerpo de mi pobre padre para que se instruyeran, que ni para sepultarlo quedó plata, que hasta morirse resulta gravoso en la Capital.
Vaya si podía yo haber visto el Capitania de cerca, pero para trenes estábamos. La Marita me confortó a su manera, que era muy profesional y muy decente donde las hubiera, que una cosa es la necesidad y otra el desenfreno y el vicio. Fue la primera vez que dormí con mujer alguna, y también la última, carajo, por respeto a mi madre más que otra cosa, que bien pudiera haber sido la misma Serrana, si llega a cuajar la cosa con mi padre, que en Gloria esté, como ya le tengo dicho, compadre, en los tiempos de las revueltas.
-                           El capitania Express, amigo Lucas, es el tren de los deseos. No puede haber nada en el mundo que produzca más placer que viajar en él. Lleva los asientos de la izquierda tapizado en azul celeste y los de la derecha en rojo fuerte, que como usted bien conoce son los colores de la bandera republicana. El paño es de primerísima calidad, traído desde Europa, y bordado bajo el escudo  se encuentra la máxima de nuestra nación: Independencia, República y Progreso. Los camareros, revisores y empleados en general, van  impecablemente uniformados, también con buenas telas traídas  de Béjar y ha sido educados en escuelas oficiales del gobierno, para el buen desarrollo de su encomienda. El tren, aunque yanqui, está montado en talleres propios por ingenieros del estado y a los nativo, aún pudiéndoselo costear, les está prohibido subir a él. En fin, amigo mío, es el tren de los anhelos y de las ilusiones y mal hizo, usted, en no aprovechar su estancia en la Capital para haberle visto de cerca, que a su padre que en Gloria esté, le hubiera dado lo mismo, más siendo, como es, empleado de los ferrocarriles. Y le diré mas, no ha de haber palacio alguno en el mundo mejor decorado que el vagón  presidencial, al que yo tuve el alto honor de subir cuando fui laureado, a manos del mismo presidente, por mi valor militar y servicios prestados al gobierno de la República.

Una tarde y otra pasaba el Capitania quebrantando las prisas en un país sin ellas, que si alguna vez las hubo fueron arrojadas a los perros para que ladraran a los amaneceres con tal de achicar, en los posible, la longitud de los días. Allí el tiempo era prisionero de sus tediosos y aburridos pasatiempos, y la lluvia, reincidente y monótona, única referencia tangible de su paso.

El tren que si hacía parada en Termosales, cada cuatro días, era el libertador; un Onnibus de medio pelo, siempre repleto de gentes de toda condición, especialmente nativos hablando diferente dialectos que mezclaban, sin consideración alguna, con el español, sin que hubiera un dios posible que les entendiera.

Este era el tren en el que viajara don Gustavo Valleverde, con su caja de hojalata brillante, en la que guardaba los menesteres de su profesión y que desinfectaba con el mismo ron que ingería a escondidas de sus pacientes, una vez terminada la consulta. A veces, si tenía muchos parroquianos, o si la intervención del sacamuelas requería de mucho tiempo, lo consumía delante mismo de los pacientes, en una especie de ritual religioso que convencía más a los clientes que el conocimiento médico que el sacamuelas pudiera poseer. De una forma u otra, don Gustavo siempre estaba caneco.

Era el tren que traía a Efrén Jesús Sánchez Zapata, conocido merchante de aquellas tierras, que descendía de él cada cinco o seis meses, con su cesta repleta de quincallas y novedades: peinetas, jabón de olor, pañuelos  y espejos para las damas y navajas de afeitar y cinturones de piel de cuero de caimán para los caballeros. Permanecía en la aldea, a veces, hasta semanas enteras, siempre hospedado en casa de Eustaquia, la comadrona, tomando del nuevo el tren sin haber vendido una sola de las baratijas, y sin importarle apenas, que se decía de él que tenía dos mujeres, medio brujas, que le tenían cojudo.

A veces acompañaban a estos personajes tahúres profesionales de bajo calado, que por error se apeaban en Termosales, regresando a sus origines, a veces incluso a pie por medio de la selva, huyendo de la desidia y del miedo a verse sorprendidos y cazados por quien debieran haber sido su presas pacificas.

Quien si contaba con clientela fija era el Padre Matías, un cura loco y despistado que todos los meses visitaba la aldea para traer sosiego espiritual del Reino de la Monarquía Celeste a aquellas pobres almas republicanas, eso sí, a cambio de cestas repletas de huevos de gallinas o sacos de maíz, que el pecador había desgranado durante toda la noche y que portaba sobre sus espaldas penitentes hasta el Libertador, desde donde una vez en marcha,  don Matías, haciendo al aire la señal de la Cruz, concedía al pobre desgraciado la absolución y la indulgencia plenaria para una efímera eternidad, que  solo duraría hasta la próxima vista pastoral.

Y así espaciadamente iban, venía y pasaban inadvertidos por aquella estación, como por la vida misma, todas aquellas gentes formando parte esencial del paisaje despiadado que les cobijaba.

Una tarde lluviosa de domingo se apeó del Libertador Dolores la Cantinera. Portaba un bulto de equipaje en una mano, y con la otra se sostenía un abultado vientre en el que se adivinaba el chapoteo latente de una vida. Con ella había bajado del tren una oleada irrespirable de humanidad que se diluía ahora que el agua de la lluvia, cayendo sobre su pelo, acrecentaba sus temores y sus desconfianzas. Arrastraba su preñado con la indolente obligación de quien lleva sobre los hombros una pesada carga, deseoso de aliviar en cualquier parte.

Unos meses antes, en su viaje a la Capital, había bajado del mismo tren en Aguas Amargas  para comprar una limonada, y esa misma tarde y sin haber salido de la estación, perdió para siempre el tren, cuyo billete se había costeado con los ayunos de su madre, y el himen, que había mantenido intacto a salvo de bandoleros y asaltadores, incluido su propio padre, durante diecisiete años.

Vagó horas de hiel por los arrabales de la ciudad sintiéndose incompleta y huérfana, hasta dar con su aflicción en el puerto fluvial, donde la recogieron en una cantina de dudosa honra. De allí le nació el apodo de la cantinera, con el que sería conocida entre la marinería, mozos de cuerda y otros despojos humanos de aquella parte del puerto. Cuando descargó su cuerpo en Termosales, buscando serenidad a aquellos deshilados meses, su fama la precedía.

         Don Carmelo tenía aún fresco en la memoria el alumbramiento de Doloritas en el claroscuro de aquel atardecer amenazado de lluvia. Toda la aldea acudió a casa de Eustaquia, donde la muchacha se deshacía en sudores con la primera contracciones. Las mujeres trajinaban dentro de la casa, la mas de las veces, entorpeciéndose las unas a las otras en su afán por colaborar y los hombres en la calle fumaban silenciosos tabaco de contrabando, asomándose a las ventanas, de vez en cuando, desinteresadamente interesados en el desenlace, sin otra respuesta que el gesto desdeñoso de sus esposas.

Rompieron aguas a un tiempo la noche y Dolores la Cantinera. Largas horas de café y lluvia precedieron a la nueva vida que portaba la muchacha, que bien entrada la mañana, con dos gritos de fiera acorralada, se dejó arrancar de las entrañas a manos de Eustaquia la comadrona, en un parto seco y desconsiderado. Fué un angelito rubio, que tras un bostezo extraño, se retorció como una culebrilla y comenzó a llorar con desaliento, con una llantera sin alma que le duraría hasta la edad de cinco años, para tormento y pasión de su pobre madre.
-                           Mal rayo te parta, Cantinera, te apareaste con el yanqui-, le espetó la comadrona, -esta niña ha de ser el colmo de tus calamidades.-

Después de  mediodía era cuando los hombres se retiraron, en medio de una lluvia machacona y gris, a sus quehaceres diarios, seguidos de sus mujeres, cómplices encubridoras de las vagancias de éstos. Entre ellos se encontraba don Carmelo Herrador que en aquella hora hueca de la tarde, y sin saber por que, imaginaba un viaje de los tres, Dolores, la niña y él, a bordo del Capitania, en una especie de luna desmelada de huida de aquel panorama indoloro y lánguido.

Cuando llegó a su casa se dio cuenta de que se había, ridículamente, enamorado de Dolores la Cantinera, y que ya para siempre viviría esclavo de su secreto, que ni a su mejor único amigo, Lucas Monteño,  revelaría jamás.

Hacía ya un tiempo que sufría en soledad ansiedades inconfesables, amadrinando horas del día y de la noche, sin pensar en otra cosa que no fueran los ojos rasgados de la mestiza. Se desesperaba convencido de nunca sería suya y cuando se cruzaba con ella, y esta le sonreía, creía entonces, y solo entonces, tenerla enferma  sin cura de amor por él. La imaginaba en medio de la selva secuestra por aquellos guerrilleros idiotas de caras pintadas, y solo él, sin ayuda de nadie, la liberaba, dado dolorosa muerte a los insurgentes, dejando con vida a uno de ellos para que publicara las grandezas heroicas del soldado enamorado. Luego volvía a la aldea llevando en brazos a la dama rescatada, desmayada de la emoción de sentirse amada y protegida. Más caía de nuevo en la angustia, cada vez mas convencido, a medida que el tiempo pasaba, de que no tendría jamás el cuerpo de la muchacha.

Una parada de un lustro puede que sea larga en exceso y un día cualquiera, en el mismo tren, y de la misma forma que había llegado, con una verraquera sonrosada de una mano, y el alma desordenada en la otra, partió definitivamente la Cantinera hasta su destino final en la Capital, si habérsele ocurrido, la ingrata de ella, despedirse de nadie, ni siquiera de don Carmelo, que horas después ya la había olvidado, pagando el alto precio de tener que volver a soñar,  en cada madrugada de luna creciente, con la maldita noche del infortunio:

Se encontraban cerca de Termosales cuando les avisaron de que los últimos guerrilleros se habían acuartelado dentro de una vieja cabaña abandonada por los madereros en un claro del bosque. Fueron largos y molestos minutos arrastrándose con sigilo junto a los hombres de su destacamento, en una noche oscura como boca de lobo, exenta de lluvia y hasta fría,  como anuncio de mal augurio. En cuanto se adivinó la silueta de la cabaña alguien comenzó a disparar,  y al poco, el resto de los fusiles iniciaron  su carrera de muerte con fuego cansino e indiscriminado, de forma repetitiva y aburrida, hartos de noches de mosquitos, astillas de cañas destrozando carcañales y de lluvias fétidas sobre charcas inmundas, infectadas de sanguijuelas como puñales. En cada fogonazo, los relámpagos de la muerte dejaban entrever el principio efervescente del error. A la luz de las linternas la evidencia, camuflada en confusa mutación, coqueteó entre la pesadilla y la broma pesada, más ya era irreparablemente tarde. La imagen traía consigo la intranquilidad de mil noches de esperas, de guardias solitarias bajo lluvias moribundas, de ronquidos de sueños de compañeros ya muertos, de cartas descoloridas de amores ya de otros y de soledades insobornables. El cadáver de un muchacho, no mayor de quince años, abrazaba el de una muchacha de la misma edad. A don Carmelo la escena le pareció burlona; el joven le estaba sonriendo cándidamente, como el que sonríe con desganas las gracias sin gracia del bufón impertinente, y deseo fusilar a todo su pelotón,  no por el error cometido, sino por que el muerto más parecía una madre protectora  que un mancebo enamorado, y por que de pronto sintió un vacío como de hormigas devoradoras de sangre que, subiéndole por las piernas, le comían las asaduras.

El gobierno quiso guardar como secreto de estado el lamentable accidente, pero a resultas de que una de la victimas era el apadrinado del gobernador civil de Nueva Mérida, la República, que ni olvida ni perdona, condenó al sargento Herrador al destierro de por vida en Termosales, en cuyo distrito se había cometido tan abominable desacierto,  con una miserable pensión vitalicia de ochocientos cuarenta pesos anuales, sin posibilidad de aumento ni de indulto. El militar, que había aceptado el castigo con dignidad castrense, sintió vértigos y fuertes dolores de cabeza, cuando se percató de que nunca jamás podría volver a viajar a bordo del Capitania.

Dos años después de la marcha de Dolores, la tarde de San Pedro, Don Carmelo con sus mejores galas militares y una maleta de madera caminaba, altanero y decidido, hacia la estación del ferrocarril, ajeno como siempre, a la lluvia asidua. Llevaba en la boca ese sabor acido, como de fresas sin madurar, que suponía llevaban los toreros cuando se enfrentaban al marrajo o aquel domador de anémicos tigres que vio una vez, de joven, en un circo de la Capital. Era el mismito sabor que llevó en el paladar la maldita noche del infortunio.

Cuando llegó a la estación no se molesto ni en saludar al funcionario, a pesar de haber sido éste su único camarada en el exilio. Una vez dentro exigió con encubierta prepotencia un billete para el Capitania Express hasta la estación de la Virgen en la Capital:
-No se me enfade, usted compadre, pero ese tren no para en       esta estación, bien que uste me lo sabe.
- Hoy lo hará. Ya creo que lo hará.

Lucas entregó a don Carmelo, el primer billete caducado que encontró en el cajón de madera de su taquilla, y este ciego, lo guardó en un  bolsillo de su  impecable  uniforme. Luego esperó,  inmóvil en el anden, a que dieran las cinco y diez de la tarde, pues sabido era que el Capitania jamás pasaba con retraso.

Sentía la humedad de la tarde preñada de insípidos y lejanos lamentos provenientes de la jungla cercana, en un ruidoso aletear de pájaros huidizos, presos de una atmosfera sofocantes de fermentos de tamarindos y peces muertos. La frente sangrando de agua de lluvia y la mirada perdida  entre el cielo ceniciento y el luctuoso color de  la tarde febril.

Con un estruendo metálico de frenos y chirridos chispeantes, y sin que sirviera de precedente, el Capitania Express, orgullo de los ferrocarriles del Gobierno de la República,  se detenía por primera y única vez  en la humilde estación de Termosales, llevándose del destierro, de los miedos y de las dudas, a don Carmelo Herrador de los Santos, ejemplar soldado del ejemplar ejercito del gobierno de aquella  República.

Cuando Lucas Monteño sostuvo sobre su pecho la cabeza sin vida de su amigo y compañero lloró sal, y tuvo la misma sensación de ansia que la noche que durmió con la Serrana.

La lluvia era ahora miles de perlas desiguales y transparentes sobre la hierba del campo, desparramándose las una sobre las otras en inútil pelea por la supervivencia. Don Carmelo se había ido muriendo de a poco, como por entregas, desde el mismo momento, que desterrado, pisó por vez primera las calles de Termosales.

-                           No se puede vivir llevando en la conciencia la sonrisa fría y reclusa de un muchacho muerto en noche sin luna. Lástima compadrito que ese maldito tren solo existiera en su mollera.
L.F.S.C.




























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