sábado, 26 de enero de 2013





  OTILIA


                   “El niño sacó de su bolsillo un reloj con una   cadena
de plata. Abrió la tapa del reloj y comenzó a sonar una música como las de las cajitas que tienen una bailarina danzando sobre un suelo de espejos. Luego cerró la tapa y cesó la música. Entonces la niña sacó de debajo de su blusa una cadena de oro que llevaba una medalla con La Monalisa y estuvieron un rato jugando con las cadenas del reloj y de la medalla, hasta que otro niño, el dueño de ellos, despertó y los niños se evaporaron del sueño. Enseguida volvió a quedarse dormido y ahora soñó con otra niña que estaba amarrada por su tobillo con una cadena roñosa y esta vez, cuando despertó,  ya no fue capaz de conciliar el sueño en muchas horas.”

La recuerdo en blanco y negro, con manchas sepias de café como aquellas fotos antiguas, bajo las calurosas tardes de verano, descalza y  en cuclillas sobre el umbral de su puerta, protegida del sol por un humilde parralillo y amarrada a uno de sus tobillos por una cadena con un candado negro. La recuerdo durante las horas silenciosas de la siesta, solo perturbadas por el vaivén de la brisa solana o el vocerío solitario del vendedor de galletas de canela. O en aquellas tardes de otoño, color azafrán, con aquel sol decadente y soñoliento, importunado por el griterío de los muchachos al salir de la escuela, que los vestíbulos del atardecer sobredimensionaban con desmán. Y siempre sola, esperando que pasara aquella tarde para al día siguiente encontrarse con otra tarde calcada a la de hoy e idéntica a la de mañana.
Y recuerdo, también, aquel monstruo de horrible aspecto y de olor fétido con grilletes en las muñecas y en los tobillos dentro de la mazmorra de su mente, atormentándola durante el día y la noche.

Otilia, encadenada  al sol de la tarde y ensimismada en sus pensamientos, nos parecía de una brutal naturalidad, como si aquello formase parte de nuestro acontecer, más eran años de abstinencias  que obligaban a  sus padres,  pobres padres, a bajar  todos los días a la vega para poder sacar adelante una familia y una cosecha o una cosecha y una familia,  que ahora no recuerdo que era lo primero.
Imagino hoy aquella madre encadenando a su hija y haciendo un largo camino hasta los campos de tabaco con el corazón encogido por el dolor y la angustia, pensando como podría aquella criatura defenderse sola de una bestia desbocada, del furor del fuego, de la crueldad de otros niños o de las piedras de la tormenta. ¡Ah la tormenta! Aquella que aparecía por donde se pone el sol, con aquellos nubarrones negros como el color del café “ Cubano”, que los estraperlistas portaban desde Portugal  a lomos de caballos gigantes. Aquella tormenta que asomaba por el Oste, que como el café venía de Portugal  y que hacía a las gentes cruzar sudorosas y jadeantes la loma que separaba las vegas del caserío, en una carrera desigual donde la naturaleza siempre ganaba por la mano.  A veces llegaba con un goterón húmedo y desolado, acompañado de otro y luego de miles,   transportando por   el aire un olor preñado a tierra mojada y que se iban solidificando para convertirse en piedras de cristal que cubría los campos con un maná de desolación y muerte. De nada habrían servido aquellos cohetes de yoduro de plata que los amos habían mandado lanzar contra el cielo encolerizado. Luego otra vez el éxodo, la huida hacía adelante en busca de un tiempo más afable, de un porvenir menos descomulgado. Y Otilia viviendo el duelo entre divertida y frágil, ajena   por completo a la extensión de la tragedia.
Sí, imagino aquella madre encadenando a su hija para marchar al campo un día sí y el otro también.  Que júbilo debía sentir a la vuelta, ya con la tarde consumada, llevando al cuadril, con orgullo complaciente, la primera sandía grana y jugosa ó un cántaro de agua nueva de la fuente del “Jabalí”. Que júbilo cuando se encontrara de nuevo con los ojos de Otilia, brillantes y agradecidos como los de un perrillo al que has dejado todo el día abandonado. Nunca olvidaré los arañazos y moratones, siempre excusados, que marcaban a diario la cara de aquella mujer; “me he caído tendiendo la ropa” “he resbalado en el gallinero” “he tropezado con el rimero de leña” y recuerdo ahora, desde la comodidad del tiempo, como a cara o cruz, en la mas injusta de las comparaciones, a aquella otra Otilia hija de Aldarico, señor feudal de Alsacia, abandonada a su suerte por no haber nacido varón.
Otilia nos conocía a cada uno por nuestro nombre, y cuando pasábamos frente a ella todo eran bondades a nuestras personas, pero al mismo tiempo, a medida que nos alejábamos, rompía a insultarnos llenando de improperios el calor de la tarde. Otras veces nos llamaba para que nos aproximásemos y al menor descuido arrojaba sobre el más despistado   sus dragones despiadados.  O cerraba los ojos para no vernos y así sentir que nosotros tampoco la podríamos ver a ella.  Daba incluso la sensación que sentía temores de si misma y que esos miedos la perseguían a lo largo de todas las tardes como una compañía inoportuna.
Y así pasaban las horas: morosas, líricas…   como si el   tiempo, que deja en la cara de las gentes la marca de su paso, con Otilia se sintiera enormemente incomodado, pues ella era de una edad imprecisa, como la de los angelitos de las estampas.
Un sábado por la tarde rompió la cadena y saltando la acequia   huyó hasta refugiase en un pinar cercano. Fue un momento de desconcierto desafinado, de carreras y de miedos sin más.  Alguien avisó a su familia y bajo un atardecer anaranjado su padre liberó a la princesa de las mismísimas garras de la libertad, tras una disputa sin fin.
Nuca nadie consiguió saber como se rompió el eslabón cómplice de la huida. Y jamás nadie sabrá como será la libertad para los que no la tienen. Yo hubiera querido imaginarla escapando a través de la brisa de la tarde, con los ojos abiertos como los vuelos vaporosos de las mariposas, sobre el país de Nunca Jamás. Alguien la habrá ayudado. El mismo diablo. O tal vez el eslabón quebrado vendría con defecto. De cualquier forma a partir de ahora habrá que prestar mas cuidado. Nada, cadena nueva y otra vez la misma escena, Otilia en cuclillas, bajo un parral pírrico y estéril, viendo pasar las tardes y la vida, chapoteando en su cenagal como una fierecilla indómita, que prisionera de su inmadurez, esperase que vinieran   a verla aquellos niños de piernas con diviesos enrojecidos o cualquier desconocido que con estupor contemplase, en la tarde desdibujada, aquella flor encadenada que olería como las lágrimas de los enamorados o como los besos ajenos.
A veces venia uno de sus abuelos a pasar una temporada con la familia y era éste el que se encargaba de la vigilancia de Otilia.
El anciano ataba uno de los extremos de la cadena a la silla de anea donde se sentaba, y alguna tarde, hipnotizado tal vez por el olor dulzón a miel de higo que iba desprendiendo el tabaco a medida que se iba secando, se quedaba inoportuna e inocentemente dormido, con su cabeza estribada sobre la cal desconchada  de la pared.
En aquella ocasión la estampida de los caballos desbocados de la muchacha dieron un vuelco a la silla donde reposaba el hombre, y al rato quiso la ira que silla, cadena y niña fueran atraídas por la corriente de la acequia, que por suerte llevaba poco caudal por ser ya  el final del verano. Las voces del abuelo y la voluntad aventurera de algunos muchachos rescataron del canal a Otilia con una simple mojadura y algún cardenal indiscreto.
Cuando la otoñada se instalaba definitivamente entre nosotros y a medida que el sol declinaba, la flor, mustia y sucia, fijaba la mirada en el firmamento y balbuceaba con ternura, si candencia alguna, una cancioncilla como esas que tienen las cajitas de música con una bailarina que danza sobre un pavimento de espejos, y luego si la tarde se enternecía como madre primeriza, la niña sestearía sudorosa en el vértice de una mueca guasona. Y era entonces; solo entonces, cuando se adivinaba en su cara la verdadera dimensión de su hermosura.

“Bien entrado el amanecer el niño volvió a quedarse dormido y ya no volvió a soñar con Otilia que se fue desvaneciendo en el espacio como el vaho en los cristales.”

Algunos años después escuché que Otilia había vuelto a romper la cadena. La definitiva. Y que huyendo había conseguido alcanzar los estados cósmicos donde reside la libertad plena, la que poseen aquellos seres que han logrado desprenderse de sus prejuicios y de sus convicciones.
No me la imagino en el paraíso amarrado su tobillo por una cadena de oro a la pata del trono donde Dios se adormece. Vaya, que no me la imagino y que además sería injusto. Y sin embargo dicen que su pueblo hubo un día   que se llamó Villaflor de las Cadenas.

“- Alza la malla por todos mis compañeros y por mi primero.
-         Anda niño levántate ya, que hay que ir a la escuela.”

L.F.S.C.



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