martes, 14 de agosto de 2012

MARIANA, LA MUERTA




Cuando llegué a Manzaneda de San Julián la primavera hacia días que había resucitado y se mostraba   abierta y  en todo su esplendor.  Las jaras destilaban esencias empalagosas y los jazmines un néctar dulzón que emborrachaba la mañana de aquel abril soleado. Verdad es que los días anteriores habían sido prolijos en lluvias generosas, y las aguas, unas veces con tormentas y otras sin excusas, habían obsequiado a los campos con una gama extensa de verdes saturados.
No recordaba realmente si era la primera vez que visitaba el pueblo, si bien rondaba por mi memoria una calle ancha y destartalada, sin pavimentar, que iba en pendiente de norte a sur, sucia y pálida, situada en uno de los laterales de la aldea y que me producía algún que otro reparo sin explicación alguna.  De cualquier forma, una vez dentro todo era tan nuevo para mí que terminé convencido de no haber estado allí anteriormente.
Mi estancia en el lugar se debía a motivos de trabajo; razones que guardaré con la debida discreción, puesto que no alteran el relato de los hechos y porque siempre me ha parecido poco todo sigilo profesional.
Era cerca de mediodía cuando entré en el pueblo. Llevaba bajada la ventanilla del coche para disfrutar de  los aromas que el sol de esa hora arrancaba a los manzanos preñados de flores y abejas. Rodé despacio por algunas calles, cuya anchura permitiera el paso de mi vehiculo, mas no divisé presencia alguna de vida. Supuse que en esos momentos las gentes estarían ya almorzando o bien descansando de las tareas del campo. La única señal de actividad humana que me llegó desde lejos, con total nitidez, fue el ruido de, al menos, dos motocicletas rodando por aquellas mismas calles. Pasado   un rato me detuve   para encender un pitillo y fue entonces cuando observé a una mujer que, de espaldas a mí,    introducía una llave en la cerradura de una puerta. Me pareció una buena oportunidad para solicitar información sobre la persona que buscaba.
-Señora, por favor…-
La mujer se giró despacio y con desgana, como con rechazo. Me observó durante un segundo y con parsimonia estudiada movió negativamente su cabeza de un lado a otro,   rechazando sin interés alguno mi solicitud y dándome a entender que no la importaba nada, ni mi problema ni yo.  Entró en la vivienda sin darme oportunidad de interrogarla, aunque me hubiese sido imposible, pues ya en ese momento su imagen había conseguido paralizarme por entero.
No es que me pareciera; no es que tuviera un parecido increíble, es que era ella. Mariana; una mujer que hacía diez años que llevaba muerta y a la que yo había conocido desde niño.
En aquellos cortos segundos que duró la escena pasaron por mi mente pensamientos abstractos e imposibles. Pensé que tal vez los muertos no fueran ni a un paraíso ni a un lugar de castigo, sino que los trasladasen a otros pueblos u otras ciudades dependiendo del comportamiento que hubieran tenido en vida. Pensé asimismo preguntarle por su marido; que tontería, al que no hacía muchos días yo había vuelto a ver borracho como casi siempre,   que tras enviudar se había resguardado en el alcohol y en una vida licenciosa. Sin embargo no se me habría ocurrido preguntar que era lo que realmente hacía en aquel pueblo olvidado de Dios ni como había llegado allí, si como en lo más profundo de mi subconsciente aquello lo diera por hecho.  En fin es increíble la velocidad con que la mente puede arrancar su maquinaria en situaciones inesperadas e imprevisibles.
Cuando comencé a serenarme, la lógica llenó de nuevo de mis pensamientos: Mariana no podía ser, los muertos no andan por ahí asustando a la gente, además    hacía diez años que había fallecido y genéticamente los cuerpos   se transforman y envejecen alterándose las facciones con el paso del tiempo.  La mujer que yo había visto era “la Mariana” de diez años atrás, tal como la recordaba inmediatamente anterior a su muerte. De cualquier modo el parecido resultaba irracional.
Encendí el cigarrillo y comencé a tranquilizarme. Vino a mi recuerdo un pasado que aun siendo   lejano me resultaba confortador. Recordé la boda de Mariana con Reyes. El nacimiento de cada uno de sus dos hijos, sus primeras comuniones. La larga enfermedad de ella y el día de su funeral, que coincidió con un terremoto en país asiático que había dejando muchas victimas, y que fue la comidilla de cumplido en su velatorio. La pareja  eran unos diez años mayores que yo,  pero por motivos tanto familiares primero, como por mi trabajo después, habíamos mantenido  una buena  amistad  que se fue difuminando  algunos meses después de la  muerte de Mariana, cuando Reyes,  incapaz de controlar su nuevo  estado  social, fue presa fácil del alcohol y los prostíbulos.
Esbocé una sonrisa de complicidad conmigo mismo. Menos mal que estas situaciones del interior de cada uno, a veces absurdas y cuando no grotescas, no las vivimos más que para nosotros solos,   si pudiesen ser observadas   por otros, sucumbiríamos sonrojados al más vergonzante de los ridículos.
Llegó a mi memoria con toda nitidez cuando de niño oía a los mayores contar aquellas historias de muertos y aparecidos, y años después en la adolescencia, preguntar a mi padre:
-         Papá, ¿porque antes se aparecían los muertos y a ahora no?- Y mi padre me respondía, totalmente convencido:
-         Porque ahora la gente come,   y una vez satisfecho el hambre, la imaginación no tiene necesidad de engañar y entretener al estomago con visiones de muertos y brujas. El hambre, hijo, nubla los sentidos.
Aquellos pensamientos iban dando forma al sosiego que necesitaba en aquellos momentos, pero de pronto desde una pequeña sombra, que el muro de un edificio robaba al sol del mediodía, observé como me miraban fijamente, y un nuevo escalofrío se apoderó de todo mi cuerpo.
Estaban allí, estáticos, sin pestañear, con esa cara que se adivina en los niños infelices de miradas penetrantes y acusadoras. Parecían sacados de un cuento siniestro, de una de esas películas lúgubres de diálogos espaciosos y de maquillajes desvaídos, con escenas malévolas que tardan en desvanecerse de   la memoria.
 La niña tendría unos diez años y llevaba cogido de la mano a un niño unos dos años más pequeño que ella, que sostenía, a su vez, con la mano libre, una pelota de goma.
Les hice un gesto para que se acercasen a la ventanilla del coche. La niña soltó de la mano al que parecía su hermano y se aproximó lentamente hacia mí, sin dejar por un momento de mirarme fijamente. Se quedó parada a   un metro escaso del vehiculo, sin haber parpadeado ni una sola vez, mientras el crío permanecía en el mismo sitio que un segundo antes ocuparan los dos.
- ¿Quién era esa señora, que acaba de entrar en esa casa? –pregunté.
-         Mariana- respondió la niña, como si la contestación a mi pregunta la tuviera largo tiempo ensayada y aprendida de memoria.
La respuesta me llegó como sentencia implacable. De nuevo los fantasmas del miedo volvieron a apoderarse de mi razón y mucho mas cuando   oí decir al niño, ya al lado de su hermana, sin que me hubiera dado cuenta de cómo había llegado hasta su altura,
-         Mariana, la muerta.
Aún fui consciente de observar como, bajo la nariz del muchacho, una pompa transparente de mocos se inflaba y desinflaba a medida que éste respiraba, y como la luz del mediodía dibujaba, sobre aquella burbuja temblorosa, los siete colores del arco iris.
Mordí mis labios hasta hacerme daño dándome el valor de preguntar:
-         ¿Por qué la Muerta?
Ahora volvió a ser la niña quien respondió con toda rapidez, aún con el eco de mi pregunta en el aire.
-         Porque está muerta.
Arrojé al suelo la colilla del cigarrillo, puse en marcha el motor del coche y sin decir ninguna palabra más abandoné el pueblo con la fija idea de no volver jamás.
Aquello no tenía ningún sentido, pensaba mientra veía por el retrovisor como Manzaneda iba quedándose atrás. Las cosas ahora carecían ya de ese aspecto bucólico, aldeano y enamoradizo, que aunque con recelos, había sentido a mi llegada. Sí, aquellas cosas que ahora se emborronaban en si mismas desde una gama inacabables de grises neblinosos y álgidos  sobre un lienzo decolorado y oscuro.
Cerca aún del pueblo, a un lado de la carretera, descubrí una especie de zona de recreo con unos bancos de madera y una fuente, con un cartel de “agua no potable”, sobre una especie de piloncillo, que en otro tiempo debió de haberse utilizado para abrevar el ganado.
Detuve allí el coche con la intención de refrescarme la cara, serenarme el ánimo y poner en orden tanta confusión que me perseguía. No se cuanto tiempo permanecí en aquel punto, es posible que hasta me hubiera quedado dormido durante largo rato, solo recuerdo que cuanto encendí de nuevo el motor de mi automóvil la tarde ya declinaba.
Tras un arduo debate interior, llegué a la conclusión de que tenía que volver al pueblo, al menos para cumplir el encargo que me había llevado hasta allí.
Para entrar  tomé una calle diferente a la de la mañana y ésta me llevó hasta una plaza solitaria. Una pequeña iglesia, poco más grande que una ermita,    destacaba sobre el resto de edificios. Me resultó extraño que el reloj del pequeño campanario estuviera parado en las doce en punto. Al acercarme pude comprobar que, en el interior del templo, se celebraba un acto religioso.
Solo siete personas contando el oficiante, que rondaría, a buen seguro, los setenta años, ocupaban la parroquia. Ninguno de ellos se molestó en dirigir una mirada hacia mi persona cuando, una vez dentro, me acomodé en uno de los muchos bancos vacíos. Di gracias a que la celebración estaba finalizando, pues me sentía observado, continuamente, por ojos atormentados que miraban a través de aquellos muros de piedra.
Al acabar el culto el cura me hizo señales para que le siguiera hasta la sacristía. Una vez dentro me invitó a sentarme mientras iba despojándose del alba, la estola y demás vestimenta propia del sacerdocio.
-         Bueno, yo soy don Damian, el cura de Manzaneda, ya me dirá usted en que puedo ayudarle.
 Le conté, si omitir detalle, cuanto me había sucedido desde mi llegada al pueblo. El cura estuvo escuchándome con desinterés, con la mirada perdida, como incrédulo a lo que yo iba narrando.
Cuando terminé de exponer mi relato ya la tarde iba despidiéndose.  El cura saco del bolsillo de su sotana una cajetilla de tabaco, y me ofreció un cigarrillo.  Debía de ser un hombre de pocas palabras pues su boca aun seguía muda mientras ambos fumábamos en el claroscuro de aquella sacristía de olor hondo a cieno de trampal.
La tarde moribunda regalaba, a través del único ventanuco de la sala, un halo de luz que el humo de los cigarrillos, bailando en su interior, evocaba aquellos proyectores ruidosos de las antiguas salas de cine.
- Mire hombre de Dios, ya ve que he estado escuchándole con toda atención, aunque usted haya pensado todo lo contrario. Amigo mío; tome ahora mismo su coche y márchese a su casa. Todo ha sido una lamentable confusión. Llevo más de treinta años ejerciendo mi ministerio en este villorrio y jamás he oído hablar de esa Mariana.-dijo por fin el sacerdote. Luego, tras una leve pausa, prosiguió:
-         De lo que no cabe duda alguna es que usted ya había estado aquí o al menos si habría oído hablar de los niños, que por la descripción que ha hecho, se trata de Emy y Raquel, a los que apodaban los hermanos Ducati, porque simulaban con la boca el ruido que hacen las motos, y que una mañana aciaga de hace cinco años se los llevó al cielo una camioneta de reparto.
-         ¡Pero yo he hablado   con ellos!
-         Usted amigo mío ha creído hablar con ellos. Ha estado obsesionado desde que llegó y esa situación ha propiciado que su mente le haya hecho ver lo que nada mas existía en su subconsciente. Si bien he de considerar que pudiera haber en todo esto algún fenómeno de esos que llaman parasicológicos, y que ahora estudian tanto algunos colegas míos, dejando claro que la fe y la ciencia no están en contradicción, porque he     de reconocer que la descripción de los chicos ni yo mismo  la hubiera hecho mejor,  y mire si les conocía bien  que les bautice y enterré  cristianamente. - Y poniéndose en píe volvió a sugerirme:
-         Márchese ahora, que aun es de día. Y tras estrecharme la mano, añadió:
-         Por cierto, hijo, el mandado ese por el que ha venido hasta aquí, no va a poder ser, la persona que le interesa hace días que falleció y no se le conocen parientes ni herederos.
Agradecí los consejos de aquel samaritano y cuando quise darme cuenta ya estaba de nuevo al volante de mi automóvil con la sana intención de regresar a casa y olvidar cuanto antes las vivencias de aquel jodido día.
         El crepúsculo avanzaba ya sin cortesía alguna, y en no más de media hora se haría completamente de noche. Encendí los faros y rodé sobre el maltrecho pavimento de piedras durante más tiempo del que se requería. Resultaba curioso que siendo un pueblo tan pequeño no encontrara ahora la forma de salir de él. Transitaba una calle y otra, y todas parecían la misma. Se adivinaba que de ellas se había apoderado el olvido y el abandono, desiertas y melancólicas como un mal sueño de esos que no te atreves a contar y que te persigue durante noches inacabables. Casas viejas derruidas, amasijos de tejas, tablas y adobes esparcidos por el suelo donde moraban a sus anchas la ortiga y la zarzamora.
         Después de haber pasado por varias calles siempre terminaba en la plaza de la iglesia. Me avergonzaba tener que volver a visitar al cura para que me indicara como podía salir de aquella aldea que se me estaba atragantando.
         Hice una maniobra distinta a las que había hecho hasta entonces, entré por direcciones que creí nuevas con la esperanza de encontrar la carretera   y ... ¡OH Dios!, se me erizaron los pelos de todo el cuerpo como lanzas de acero: Allí estaba la calle ancha y destartalada, en caída de norte a sur, tal como la había imaginado, soñado o recordado, anaranjada y desvalida, moribunda y siniestra.
Detuve el coche y estaba a punto de echarme a llorar de impotencia, de debilidad y de miedo, cuando una nueva y desagradable sorpresa me depararía aún aquél condenado anochecer. Tras un prolongado escalofrío que me llegó  desde los dedos de los pies me vino del recuerdo aquella historia que de niño, y a escondidas, escuché contar a un hombre:” Decía que caminando  por un bosque espeso  sintió, de pronto,  un fuerte escalofrío y allí, muy cerca de él, un lobo sentado sobre sus patas traseras le observaba amenazante. El miedo le hizo aligerar el paso y poco mas tarde sintió dos escalofríos consecutivos.   Ahora eran dos lobos que en la misma posición que el anterior le miraban fijamente. Volvió a acelerar su caminar y al poco rato, tras tres escalofríos que le dejaron helado, tres lobos sentando en cuclillas sobre sus patas traseras le miraban desde el infierno, y dijo que echó a correr hasta salírsele el corazón por la boca”.
Allí junto a mi ventanilla, mirándome fijamente, como los lobos de aquel relato, estaban de nuevo los hermanos “Ducati”, en la misma posición que les había visto a la hora del mediodía.
 Les devolví la mirada de un modo amenazante, envalentonado, a la desesperada, intentando demostrarles que no me daban miedo alguno, intentaba fingir que todo aquello solo  había conseguido irritarme y sin embargo un frío de castañetear de dientes  iba  apoderándose de mi voluntad. Noté mis manos húmedas al contacto del volante, tenía esa especie de sudor helado que antecede a la angustia o a la agonía.
Ahora sus rostros devolvían parte de aquella luz mortecina y azafranada, de un mate irreal que la tarde, en su aflicción, iba dejando en el aire.
La niña rompió el silencio con aquella pregunta escalofriante, como el sonido desgarrador del grito de una fiera herida en medio de la tormenta:
-         ¿Te has creído lo que te ha dicho el cura?
-         Si, ¿porque no iba a creerle?
-         Porque está muerto- dijo ahora el niño.
-         Y los otros feligreses que conociste en la iglesia también están muertos- ahora era la niña de nuevo quien hablaba, lanzando a su hermano una mirada severa,  queriendo hacerle ver quien tenía allí la autoridad.-
-         Y vosotros ¿No estáis muertos también?
No llegaron a responderme,   detrás de ellos emergía de la oscuridad otra figura humana que venía aproximándose hasta nosotros, amparándose en la semipenumbra de aquella hora opaca del anochecer. No   podía creer lo que estaba viendo. Era ya una pesadilla demasiado larga, una broma excesivamente pesada.   Mariana se colocó junto a los niños mirándome de forma compasiva, como excusándose apenada.
-   Los niños están muertos también, en eso el cura no te ha mentido.- Era su voz con un timbre diferente, mas hondo y hueco del que yo recordaba, tenebroso y extraño. Tras una leve parada continuó martirizándome:
-   Aquí todos estamos muertos, incluido tú. Tuviste la oportunidad de escapar esta tarde. Ya ves que no te hice caso con la esperanza de que huyeras, de que te salvaras,   aún a sabiendas de que sería inútil, pues yo   sabía que volverías para quedarte, siempre lo he sabido porque estaba escrito.
-   ¿Qué estás diciendo, que broma es ésta? Estás mintiendo, Mariana, yo estoy vivo, estoy aquí ahora mismo hablando contigo.
-    ¿Con una muerta? ¿Los vivos hablan con los muertos?
-   ¿Y por qué tú? ¿Qué es lo que está pasando? Siempre me porté bien contigo, ¿Por qué me haces daño?
      - Yo he sido la elegida, como a ti te corresponderá hacer algún día con cualquier otra persona. Es nuestra ley, la tuya a partir de ahora y para toda la eternidad. A mi me eligieron para que te eligiera a ti.
     - No te creo, yo no puedo estar muerto. El cura me dijo que me marchara; además yo voy a ser quien narre este momento que ahora otra persona estará leyendo, seré yo quien contará esta historia.
   - Lo siento. El cura no era tu mensajero, no era el elegido para hacerte ver tu nueva realidad. Además, tú no escribirás nada, los muertos no podemos escribir.  Alguien   lo recibirá desde esta dimensión y será quien lo escriba por ti.  Alguien que seguramente, en este preciso instante, lo esté haciendo. O tal vez ya lo haya hecho y esté muerto también.
   -    No puedo creerte.
   -  ¿No? Mira, mira hacia arriba.  Dime ¿Qué ves?
   -    Veo los ojos de la persona que ahora está leyendo este relato.
  -    ¿Los ves?
  -     Claro que los veo  
  -    Pues esa persona, también está muerta.


L.F.S.C.










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