lunes, 10 de septiembre de 2012

VIAJE DE IDA


                              






Ahora si que su vida, y nunca mejor dicho, pendía de un hilo. Se decía para sí que estaba allí por méritos propios aun a sabiendas de que a nadie le importaría en absoluto.  Sería difícil olvidar el calor sofocante que tenía que soportar en aquella hora de la madrugada, si bien tampoco disponía ya de mucho tiempo para lamentarse.  Deseaba pensar rápido para que se le agolparan los recuerdos tratando de salir desordenadamente de su mente, quizás para olvidar, quizás para no hacerlo.  Mas por mucho que lo intentaba, su pensamiento se detenía, involuntariamente, en la Navidad de seis años antes.
Hacia una hora que había ordenado suspender las visitas.  Lo que menos podía necesitar ahora eran fingidas palabras de consuelo o de lástima. No soportaba acomplejados oradores caza recompensas que lavan las suyas en las conciencias ajenas, benefactores de caridad fingida, especialistas en blanqueo de almas.   Solo quería volar  por las  etéreas horas de la infancia vividas entre los  algodonales de las provincias sureñas, con ocasos apacibles y amaneceres azulados, entre sonrisas de palomitas de maíz y flirteos inocentes y  ocultos entre los tabacales, en los graneros de los amos o el porche de las escuelas.
“Llovía con arrogancia  desde el día anterior. La lluvia no   se concedía  tregua alguna, y  en ocasiones el agua formaba una  cortinilla   traslúcida que impedía vislumbrar el otro lado de la calle.
A pesar de la fecha, y tal vez por el mal tiempo, la calle parecía la de un día cualquiera, con el  monótono chapoteo de los coches sobre  los charcos de la calzada o el ruido descompasado del agua resbalando por los canalones y los sumideros de los patios.
Candelas trajinaba desde el amanecer en las tareas propias de la casa, un par de habitaciones  de alquiler perdidas en un viejo edificio   de un barrio  de color,  por el que cabalgaba a diario el caballo blanco de Santiago con la jeringuilla  de la desolación.
Desde primera hora de la tarde se había quedado sola  en la casa. Tenía una  sensación  de extraño desasosiego que la incomodaba y que la transportaba a un pasado incierto.  Retocó sin necesidad alguna las bolas descascarilladas que colgaban de un falso abeto navideño. Deshizo y volvió hacer una y otra vez la cama turca donde a veces   el hijo dormitaba fiebres y abstinencias; movió muebles, arrastró sillas y colocó hasta la locura una y mil veces la loza en los escurreplatos sin poder descargar de sí aquella intranquilidad que la atormentaba. Encendió el televisor mientras se calentaba café.: Humphrey Bogart y Katharnine Hepburn trataban inútilmente de arrastrar  “El Reina de África” que  había quedado encallado en un lodazal sin fin.
De pronto recordó lo inevitable. Desde pequeña había tenido la cualidad  de oler la muerte antes de que esta se produjera. Ya en los campos de algodón  la despertaba  en medio de la noche la terrible premonición  del óbito ajeno. Luchaba y se  resistía negándose  a sí misma la certeza inevitable, que  poco después le llegaba nítida  con los aullidos largos y agoreros de los mastines de los  patrones. Al amanecer ya todo el valle vestía  lutos y durante muchas noches después, Candelas era incapaz de dormir, soñando despierta con una  luna  pálida de nácar,    que la llamaba por su nombre.
En ese momento cortaron la emisión de la película para dar una noticia de última hora:  una avanzadilla israelita había dado muerte, como represalias de un atentado perpetrado el día antes, a siete palestinos en la zona de Gaza. Aquello resultaba lejano  y frío, y por ello respiró tranquila,  sospechando que ésta fuera,  y no otra,  la causa de aquel olor nauseabundo.   Un segundo mas tarde un escalofrío la congeló el pulso; ella olía la muerte antes que se produjera  nunca después, y aquella pestilencia insoportable estaba,  esta vez,  muy cerca.
Se atusó el pelo y se pintó los labios. El espejo del baño la devolvió, desde su   profundidad irreal,   una hermosa cara de mujer sobre la que apenas si habían comenzado a formarse las señales del otoño. Aún así Candelas era una mujer de armas tomar. Siempre dijeron  de ella que era la mulata mas hermosa que se había visto jamás. Desde bien joven vivió atormentada por aquellos truhanes blancos, hijos de blancos,  que solo pretendían de ella amores sin amor. Sin embargo se mantuvo fiel a si misma  y fue solo  mujer de un  hombre,  con el que vivió una  apasionada relación  de encuentros efímeros y a deshoras, desgranándose a hurtadillas en el abrazo idílico y  adultero de un blanco veinte años mayor que ella, que la dejó, además de un buen  recuerdo,  viuda de nadie y madre soltera de un hijo sin padre.
Cuando sonó el teléfono la mujer se dirigió a él sin prisas, con la convicción que da el conocer de antemano una noticia  no  deseada  pero esperada a fin de cuentas. Al otro lado del hilo el mensajero se esforzaba en  dar largas explicaciones que suavizaran el fragor de la tragedia. Fue un monologo eterno y  teatral  que la mujer padeció imperturbable. Hacía mucho tiempo que todas las noches  se acostaba con aquel  presagio y con el que se levantaba cada mañana. Colgó el teléfono antes que el hombre que la llamaba terminara de hablar e  imaginó al hijo, al unigénito de sus entrañas,  derrumbado en el claro oscuro del retrete de unos billares inmundos, con el rostro impreciso y con los ojos  acuosos y relucientes, rendido y con una jeringuilla colgada del brazo por donde le había huido la vida.
Candelas salió a la calle. Necesitaba ver al Príncipe, un mercader de la muerte de tres al cuarto, traficante de sueños sin contenidos, al que servían cuatro chulos indecentes que le cubrían la vida a cambio de las suyas. A esa hora no podía estar en otro sitio que no fuera su cubil. Estaría jugando al póker   con algunos de sus fieles servidores  que se dejarían ganar para complacer la mano que paga,  y arropado por señoritas de dudosa condición, que olerían a alcanfor y miedo, con la misma intensidad que ella olía, en aquellos momentos,  de nuevo la muerte.
Sintió el agua  en la cara como una bendición inmerecida y allá en el horizonte reverberaban en una niebla  blanquecinas las luces de otra ciudad que aun siendo la misma se le antojaba mas justa, menos perversa.
Caminó ajena a la lluvia y  a las miradas furtivas de los menesterosos que hacían la calle a esa horas. Ni siquiera escuchó las palabras soeces  de un borracho que tropezó en su misma acera. No tuvo noción tampoco, de que dos manzanas más abajo, sus hermanos negros entonaban, en un templo con descosidos de gotereas,  el “Adestes Fideles”. Iba  imperturbable con la mirada perdida en el infinito, pensando en los dones que sin merecimiento alguno Dios la había concedido a lo largo y ancho de su vida.
Era la perra celosa a la que en un momento de distracción le han sustraído los cachorros. Los busca desesperadamente durante el día y la noche. Olisquea el paridero una vez y mil veces. Corre desatalentada  de un lugar a otro, al borde de la locura misma. Ladra con fricción a las sombras, al aire, a la nada. Olfatea desesperada aquí y allá, pues aún conserva en su memoria el olor y el calor de la prole , y por fin se hunde, dos día después,  en la rendición de la evidencia.
Uno de los soplones del Príncipe que  custodiaba la entrada del Club, cuando vio llegar a Candelas, avisó  al jefe. Este   salió rápido a la calle pues sabía que aquella mujer nunca entraría en  semejante garito. Puede que cometiera un error, tal vez dos, de cualquier manera aquel capo siempre había sentido una debilidad especial por aquella mulata   a la que nunca había conseguido doblegar. De pronto se hizo el silencio; una escena de cine  en blanco y negro cuya banda sonora sería  el canto espiritual de sus hermanos de color  que ahora llegaba como en oleadas raídas y dispersas . El Príncipe se  puso frente a ella arrogante, con la seguridad de saberse vencedor al fin, dueño de ánimos y voluntades y como ella,  indiferente a la lluvia y a la noche. No mediaron palabra, cada uno de ellos conocía su papel a la perfección. Candelas seguía teniendo la mirada en el infinito. El Príncipe el infinito deseo de aquel cuerpo sin mirada. Por eso besó con vehemencia   la boca de ella. La mujer se dejó hacer sin consideración y sin resistencia, con la vista puesta en aquel  punto indeterminado del horizonte nocturno. De pronto el hombre sintió un escalofrío de espanto; estaba besando una Venus de mármol, tal vez al mismísimo  corazón del invierno. Noto un estallido, amortiguado por el incesante gorgoteo de la lluvia, y ciento de picaduras de avispas en uno de sus costados. Se aferró, con tambaleo etílico, al abrigo empapado de la mulata que seguía, con indiferencia absoluta mirando al vacío,  mientras él, sin vida, y con un cálido hilo rosado cayéndole de la boca,  se desparramaba sobre los adoquines mojados de la calle. Aun tuvo, en la caída, tiempo de palparse el bolsillo de su abrigo.  Aquella negra le había jodido  con su propio revolver. Después la lluvia persistente, gritos y  carreras interminables,  el estridentes ámbar de las  ambulancias,  el azul metálico y frió de las esposas sobre sus muñecas y una Noche Buena, tan larga como  lluviosa, en el calabozo de una comisaría de tercera”.
Ahora si que su  vida,  y nunca mejor dicho,  pendía de un hilo, del hilo mágico de un  teléfono.
Hacía tanto bochorno aquella noche  que parecía se hubiera concentrado sobre su celda todo el calor del verano. Que ironía, pensaba mientras la  doctora de la prisión la exploraba: un reconocimiento médico quince minutos antes de que te envíen  al infierno.
        Se acaba el tiempo. Ya no quedan posibilidades. Todo será rápido  le dijeron muchas veces. Una inyección que te dejará dormida y luego la nada, el vacío total, el silencio y la oscuridad. No habrá dolor, ni siquiera conciencia de que  estás muriendo.  Luego una voz grave y calmosa.
-        Vamos Candelas. Es la hora.
Y el caminar lento y desganado como  de  arrastrar de cadenas,  piernas  hermosas de mujer que comienza a flaquear con el  temblor imparable de los relojes, sudor de sangre, agonía  inhumana,  hacia un viaje sin retorno. Miradas lastimosas de compañeros de corredor que esperan su turno en otra madrugada cualquiera. ¡Dios sabe cuantos de ellos inocentes! Es la comitiva de la muerte. La más espantosa de cuantas vergüenzas humanas.
Es posible que  la navidad florezca en el sitio mas inesperado, incluso en el mas inesperado momento de la vida. Eso debió al menos  pensar, Olegario Martínez, un chicano funcionario de prisiones próximo a su jubilación, cuando sudoroso y jadeante por el esfuerzo de la  carrera, gritó a las espaldas de aquella especie de procesión de las ánimas:
-        Alcaide, Alcaide, tiene  esperando en su despacho una llamada urgente del Gobernador.

L.F.S.C.

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