EL CAPITANIA EXPRESS.
El
Capitania Express, orgullo de los ferrocarriles del Gobierno de la Republica,
jamás se detenía en la estación de Termosales. Según don Carmelo Herrador de
los Santos, era un tren excesivamente lujoso como para detenerse en tan miserable
apeadero. Solo hacía tres paradas en su recorrido de ida hasta la Capital:
AguasAmargas, Nueva Mérida y Los
Capellanes, ésta última a muy poca distancia del final del trayecto.
Curiosamente el camino de vuelta lo hacía por otra ruta; bordeando el sur del
país, para evitar, como indicaba con buen criterio el ministerio de Asuntos
Populares, choque frontales con otros trenes que pusieran en entredicho el buen
hacer de la Republica.
Tomaba, El Capitania, el
nombre de las dos regiones más importantes del país, que ocupan más de sus tres
cuartas partes: Capitania de Levante y Capitania de Poniente, extensas zonas
medio selváticas atravesadas con el río Aguas Amargas, que habían sido ricas en
producción de carbón vegetal, en maderas nobles y en guerrilleros rebeldes,
contra los que había combatido efusivamente Don Carmelo Herrador de los Santos,
jubilado, a la postre, a la edad de
cuarenta y seis años, por los buenos servicios prestados al ejército del
Gobierno de la Republica. Y tomaban estas regiones el nombre de un conquistador
español apellidado Capitán o Capitana, al que los nativos, tras decapitarle,
había visto descabezado a lomos de su caballo vagando por la selva.
La estación de Termosales
era un humilde edificio de madera y barro que hacía las veces de vestíbulo, de
refugio de mendigos y de consulta médica de don Gustavo Vallerverde; el
sacamuelas de Los Capellanes, que tenía que recorrer, por aquel capricho
ministerial de que sus trenes hicieran
trayectos circulares, medio país desde
su casa, las mas de las veces para regresar sin haber extraído ni muelas de las
bocas ni plata de los bolsillos, que tan grande era la voluntad del galeno como
la necesidad de los termosaleños.
Don Carmelo Herrador,
militar jubilado y Lucas Monteño, ferroviario, cartero y telegrafista, eran, a
la postre, los únicos parroquianos que cobraban del estado. El resto de los
moradores de aquellas cuatro casas mal dispuestas sobre el cauce fangoso de una
quebrada antidiluviana, vivían los unos de milagros, y los otros de la caridad
divina.
Todos los días del año,
incluido el de Navidad, a las cinco y diez de la tarde, el Capitania Express
cruzaba, veloz como el pensamiento, por la estación de Termosales, con tal
indiferencia que ni siquiera hacía sonar su sirena anunciando su excelsa
presencia. Fiel a su cita, don Carmelo
le esperaba de pie en el anden desde las cinco en punto, para regocijarse
mismamente, al paso airoso y marcial de aquella moderna locomotora y su sequito
de vagones cargados de gentes importantes. Luego, como todas las tardes,
entraba de nuevo en la estación a platicar, hasta el anochecer, con su amigo
ferroviario, y no había un solo día que a lo largo de la conversación no
apareciera aquel maldito tren, que le tenía alterada la voluntad y la memoria.
Llovía con desgana. La tarde, ebria, se derramaba sobre si
misma y traía con la lluvia aromas de café recién tostado y esencias de
vainilla y madreselva.
-
Una
vez, Don Carmelo, estuve a punto de ver al Capitania de cerca, en la estación
de la Virgen en la Capital. Fue cuando el mal de mi padre, pero ya ve usted,
para trenes estábamos. Llovía, compadre, como esta mismita tarde, cuando mi
papá salio de casa en busca del alazán que se nos había perdido. Llevaba el paraguas
de mi difunta vieja y vino corriendo, a darme razón de él, Eustaquia, la comadrona: -Tu padre ha ido por
el jaco con el paraguas de tu santa madre y lo lleva girando sobre la cabeza,
Dios nos proteja, Luquitas, hijo, eso va
a traernos no mas que desgracias y mala sombra.
-
A
la semana enfermó de aquellas calenturas, que ni bañado en aguardiente, había
forma de bajarle, que se consumía de manera que solo pellejo era su cuerpo,
llenos de costras pustulosas que secretaban un humor verdoso con olor a canela.
Una semana estuvo en el hospital, que cuando se nos acabó la plata, con buenas
palabritas, nos pusieron de patitas en la calle.
Nos recogió La Serrana en
su casa, una nativa con la que mi viejo estuvo medio apalabrado cerca de Nueva
Mérida, en los tiempos de las revueltas. Tenia, usted, que haber visto que
turmas tenía la buena señora, que no le hacía ascos a recoger las bilis que mi
padre vomitaba y que a palanganas llenas tiraba por la ventana trasera de la
casa. Fueron tres meses de vía crucis, que mi papá mas parecía el canto de un
peso que una persona de Dios. Se me murió, talmente, un día que Marita la
Serrana le estaba peinando para ponerlo digno, que vendrían a verle aquellas misioneras
británicas que en lugar de pan traían consuelo que a mi padre no aliviaba, que
más que consuelo lo que el viejo necesitaba era el pan de la Marita, que las
monjitas se comían para perdonarle los devaneos, a pesar de que entonces ella
no ejercía, que ningún cliente se atrevía a ayuntar con una mujer que tenía un
hombre encamado en su casa con aquellas pupas.
A los estudiantes de
medicina entregamos el cuerpo de mi pobre padre para que se instruyeran, que ni
para sepultarlo quedó plata, que hasta morirse resulta gravoso en la Capital.
Vaya si podía yo haber
visto el Capitania de cerca, pero para trenes estábamos. La Marita me confortó
a su manera, que era muy profesional y muy decente donde las hubiera, que una
cosa es la necesidad y otra el desenfreno y el vicio. Fue la primera vez que
dormí con mujer alguna, y también la última, carajo, por respeto a mi madre más
que otra cosa, que bien pudiera haber sido la misma Serrana, si llega a cuajar
la cosa con mi padre, que en Gloria esté, como ya le tengo dicho, compadre, en
los tiempos de las revueltas.
-
El
capitania Express, amigo Lucas, es el tren de los deseos. No puede haber nada
en el mundo que produzca más placer que viajar en él. Lleva los asientos de la
izquierda tapizado en azul celeste y los de la derecha en rojo fuerte, que como
usted bien conoce son los colores de la bandera republicana. El paño es de
primerísima calidad, traído desde Europa, y bordado bajo el escudo se encuentra la máxima de nuestra nación:
Independencia, República y Progreso. Los camareros, revisores y empleados en
general, van impecablemente uniformados,
también con buenas telas traídas de
Béjar y ha sido educados en escuelas oficiales del gobierno, para el buen
desarrollo de su encomienda. El tren, aunque yanqui, está montado en talleres
propios por ingenieros del estado y a los nativo, aún pudiéndoselo costear, les
está prohibido subir a él. En fin, amigo mío, es el tren de los anhelos y de
las ilusiones y mal hizo, usted, en no aprovechar su estancia en la Capital
para haberle visto de cerca, que a su padre que en Gloria esté, le hubiera dado
lo mismo, más siendo, como es, empleado de los ferrocarriles. Y le diré mas, no
ha de haber palacio alguno en el mundo mejor decorado que el vagón presidencial, al que yo tuve el alto honor de
subir cuando fui laureado, a manos del mismo presidente, por mi valor militar y
servicios prestados al gobierno de la República.
Una tarde y otra pasaba
el Capitania quebrantando las prisas en un país sin ellas, que si alguna vez
las hubo fueron arrojadas a los perros para que ladraran a los amaneceres con
tal de achicar, en los posible, la longitud de los días. Allí el tiempo era
prisionero de sus tediosos y aburridos pasatiempos, y la lluvia, reincidente y
monótona, única referencia tangible de su paso.
El tren que si hacía
parada en Termosales, cada cuatro días, era el libertador; un Onnibus de medio
pelo, siempre repleto de gentes de toda condición, especialmente nativos
hablando diferente dialectos que mezclaban, sin consideración alguna, con el
español, sin que hubiera un dios posible que les entendiera.
Este era el tren en el
que viajara don Gustavo Valleverde, con su caja de hojalata brillante, en la
que guardaba los menesteres de su profesión y que desinfectaba con el mismo ron
que ingería a escondidas de sus pacientes, una vez terminada la consulta. A
veces, si tenía muchos parroquianos, o si la intervención del sacamuelas
requería de mucho tiempo, lo consumía delante mismo de los pacientes, en una
especie de ritual religioso que convencía más a los clientes que el
conocimiento médico que el sacamuelas pudiera poseer. De una forma u otra, don
Gustavo siempre estaba caneco.
Era el tren que traía a
Efrén Jesús Sánchez Zapata, conocido merchante de aquellas tierras, que
descendía de él cada cinco o seis meses, con su cesta repleta de quincallas y
novedades: peinetas, jabón de olor, pañuelos
y espejos para las damas y navajas de afeitar y cinturones de piel de
cuero de caimán para los caballeros. Permanecía en la aldea, a veces, hasta
semanas enteras, siempre hospedado en casa de Eustaquia, la comadrona, tomando
del nuevo el tren sin haber vendido una sola de las baratijas, y sin importarle
apenas, que se decía de él que tenía dos mujeres, medio brujas, que le tenían
cojudo.
A veces acompañaban a
estos personajes tahúres profesionales de bajo calado, que por error se apeaban
en Termosales, regresando a sus origines, a veces incluso a pie por medio de la
selva, huyendo de la desidia y del miedo a verse sorprendidos y cazados por
quien debieran haber sido su presas pacificas.
Quien si contaba con
clientela fija era el Padre Matías, un cura loco y despistado que todos los
meses visitaba la aldea para traer sosiego espiritual del Reino de la Monarquía
Celeste a aquellas pobres almas republicanas, eso sí, a cambio de cestas
repletas de huevos de gallinas o sacos de maíz, que el pecador había desgranado
durante toda la noche y que portaba sobre sus espaldas penitentes hasta el
Libertador, desde donde una vez en marcha,
don Matías, haciendo al aire la señal de la Cruz, concedía al pobre
desgraciado la absolución y la indulgencia plenaria para una efímera eternidad,
que solo duraría hasta la próxima vista
pastoral.
Y así espaciadamente
iban, venía y pasaban inadvertidos por aquella estación, como por la vida
misma, todas aquellas gentes formando parte esencial del paisaje despiadado que
les cobijaba.
Una tarde lluviosa de
domingo se apeó del Libertador Dolores la Cantinera. Portaba un bulto de
equipaje en una mano, y con la otra se sostenía un abultado vientre en el que
se adivinaba el chapoteo latente de una vida. Con ella había bajado del tren
una oleada irrespirable de humanidad que se diluía ahora que el agua de la
lluvia, cayendo sobre su pelo, acrecentaba sus temores y sus desconfianzas.
Arrastraba su preñado con la indolente obligación de quien lleva sobre los
hombros una pesada carga, deseoso de aliviar en cualquier parte.
Unos meses antes, en su
viaje a la Capital, había bajado del mismo tren en Aguas Amargas para comprar una limonada, y esa misma tarde y
sin haber salido de la estación, perdió para siempre el tren, cuyo billete se
había costeado con los ayunos de su madre, y el himen, que había mantenido
intacto a salvo de bandoleros y asaltadores, incluido su propio padre, durante
diecisiete años.
Vagó horas de hiel por
los arrabales de la ciudad sintiéndose incompleta y huérfana, hasta dar con su
aflicción en el puerto fluvial, donde la recogieron en una cantina de dudosa
honra. De allí le nació el apodo de la cantinera, con el que sería conocida
entre la marinería, mozos de cuerda y otros despojos humanos de aquella parte
del puerto. Cuando descargó su cuerpo en Termosales, buscando serenidad a
aquellos deshilados meses, su fama la precedía.
Don Carmelo tenía aún fresco en la memoria el alumbramiento
de Doloritas en el claroscuro de aquel atardecer amenazado de lluvia. Toda la
aldea acudió a casa de Eustaquia, donde la muchacha se deshacía en sudores con
la primera contracciones. Las mujeres trajinaban dentro de la casa, la mas de
las veces, entorpeciéndose las unas a las otras en su afán por colaborar y los
hombres en la calle fumaban silenciosos tabaco de contrabando, asomándose a las
ventanas, de vez en cuando, desinteresadamente interesados en el desenlace, sin
otra respuesta que el gesto desdeñoso de sus esposas.
Rompieron aguas a un
tiempo la noche y Dolores la Cantinera. Largas horas de café y lluvia
precedieron a la nueva vida que portaba la muchacha, que bien entrada la
mañana, con dos gritos de fiera acorralada, se dejó arrancar de las entrañas a
manos de Eustaquia la comadrona, en un parto seco y desconsiderado. Fué un
angelito rubio, que tras un bostezo extraño, se retorció como una culebrilla y
comenzó a llorar con desaliento, con una llantera sin alma que le duraría hasta
la edad de cinco años, para tormento y pasión de su pobre madre.
-
Mal
rayo te parta, Cantinera, te apareaste con el yanqui-, le espetó la comadrona,
-esta niña ha de ser el colmo de tus calamidades.-
Después de mediodía era cuando los hombres se retiraron,
en medio de una lluvia machacona y gris, a sus quehaceres diarios, seguidos de
sus mujeres, cómplices encubridoras de las vagancias de éstos. Entre ellos se
encontraba don Carmelo Herrador que en aquella hora hueca de la tarde, y sin
saber por que, imaginaba un viaje de los tres, Dolores, la niña y él, a bordo
del Capitania, en una especie de luna desmelada de huida de aquel panorama
indoloro y lánguido.
Cuando llegó a su casa se
dio cuenta de que se había, ridículamente, enamorado de Dolores la Cantinera, y
que ya para siempre viviría esclavo de su secreto, que ni a su mejor único
amigo, Lucas Monteño, revelaría jamás.
Hacía ya un tiempo que
sufría en soledad ansiedades inconfesables, amadrinando horas del día y de la
noche, sin pensar en otra cosa que no fueran los ojos rasgados de la mestiza.
Se desesperaba convencido de nunca sería suya y cuando se cruzaba con ella, y
esta le sonreía, creía entonces, y solo entonces, tenerla enferma sin cura de amor por él. La imaginaba en
medio de la selva secuestra por aquellos guerrilleros idiotas de caras
pintadas, y solo él, sin ayuda de nadie, la liberaba, dado dolorosa muerte a
los insurgentes, dejando con vida a uno de ellos para que publicara las
grandezas heroicas del soldado enamorado. Luego volvía a la aldea llevando en
brazos a la dama rescatada, desmayada de la emoción de sentirse amada y
protegida. Más caía de nuevo en la angustia, cada vez mas convencido, a medida
que el tiempo pasaba, de que no tendría jamás el cuerpo de la muchacha.
Una parada de un lustro
puede que sea larga en exceso y un día cualquiera, en el mismo tren, y de la
misma forma que había llegado, con una verraquera sonrosada de una mano, y el
alma desordenada en la otra, partió definitivamente la Cantinera hasta su
destino final en la Capital, si habérsele ocurrido, la ingrata de ella,
despedirse de nadie, ni siquiera de don Carmelo, que horas después ya la había
olvidado, pagando el alto precio de tener que volver a soñar, en cada madrugada de luna creciente, con la
maldita noche del infortunio:
Se encontraban cerca de
Termosales cuando les avisaron de que los últimos guerrilleros se habían
acuartelado dentro de una vieja cabaña abandonada por los madereros en un claro
del bosque. Fueron largos y molestos minutos arrastrándose con sigilo junto a
los hombres de su destacamento, en una noche oscura como boca de lobo, exenta
de lluvia y hasta fría, como anuncio de
mal augurio. En cuanto se adivinó la silueta de la cabaña alguien comenzó a
disparar, y al poco, el resto de los
fusiles iniciaron su carrera de muerte
con fuego cansino e indiscriminado, de forma repetitiva y aburrida, hartos de
noches de mosquitos, astillas de cañas destrozando carcañales y de lluvias
fétidas sobre charcas inmundas, infectadas de sanguijuelas como puñales. En
cada fogonazo, los relámpagos de la muerte dejaban entrever el principio
efervescente del error. A la luz de las linternas la evidencia, camuflada en
confusa mutación, coqueteó entre la pesadilla y la broma pesada, más ya era
irreparablemente tarde. La imagen traía consigo la intranquilidad de mil noches
de esperas, de guardias solitarias bajo lluvias moribundas, de ronquidos de
sueños de compañeros ya muertos, de cartas descoloridas de amores ya de otros y
de soledades insobornables. El cadáver de un muchacho, no mayor de quince años,
abrazaba el de una muchacha de la misma edad. A don Carmelo la escena le
pareció burlona; el joven le estaba sonriendo cándidamente, como el que sonríe
con desganas las gracias sin gracia del bufón impertinente, y deseo fusilar a
todo su pelotón, no por el error
cometido, sino por que el muerto más parecía una madre protectora que un mancebo enamorado, y por que de pronto
sintió un vacío como de hormigas devoradoras de sangre que, subiéndole por las
piernas, le comían las asaduras.
El gobierno quiso guardar
como secreto de estado el lamentable accidente, pero a resultas de que una de
la victimas era el apadrinado del gobernador civil de Nueva Mérida, la
República, que ni olvida ni perdona, condenó al sargento Herrador al destierro
de por vida en Termosales, en cuyo distrito se había cometido tan abominable
desacierto, con una miserable pensión
vitalicia de ochocientos cuarenta pesos anuales, sin posibilidad de aumento ni
de indulto. El militar, que había aceptado el castigo con dignidad castrense,
sintió vértigos y fuertes dolores de cabeza, cuando se percató de que nunca
jamás podría volver a viajar a bordo del Capitania.
Dos años después de la
marcha de Dolores, la tarde de San Pedro, Don Carmelo con sus mejores galas
militares y una maleta de madera caminaba, altanero y decidido, hacia la
estación del ferrocarril, ajeno como siempre, a la lluvia asidua. Llevaba en la
boca ese sabor acido, como de fresas sin madurar, que suponía llevaban los
toreros cuando se enfrentaban al marrajo o aquel domador de anémicos tigres que
vio una vez, de joven, en un circo de la Capital. Era el mismito sabor que
llevó en el paladar la maldita noche del infortunio.
Cuando llegó a la
estación no se molesto ni en saludar al funcionario, a pesar de haber sido éste
su único camarada en el exilio. Una vez dentro exigió con encubierta
prepotencia un billete para el Capitania Express hasta la estación de la Virgen
en la Capital:
-No se me enfade, usted
compadre, pero ese tren no para en
esta estación, bien que uste me lo sabe.
- Hoy lo hará. Ya creo
que lo hará.
Lucas entregó a don
Carmelo, el primer billete caducado que encontró en el cajón de madera de su
taquilla, y este ciego, lo guardó en un bolsillo de su
impecable uniforme. Luego
esperó, inmóvil en el anden, a que
dieran las cinco y diez de la tarde, pues sabido era que el Capitania jamás
pasaba con retraso.
Sentía la humedad de la
tarde preñada de insípidos y lejanos lamentos provenientes de la jungla
cercana, en un ruidoso aletear de pájaros huidizos, presos de una atmosfera
sofocantes de fermentos de tamarindos y peces muertos. La frente sangrando de
agua de lluvia y la mirada perdida entre
el cielo ceniciento y el luctuoso color de la tarde febril.
Con un estruendo metálico
de frenos y chirridos chispeantes, y sin que sirviera de precedente, el
Capitania Express, orgullo de los ferrocarriles del Gobierno de la República, se detenía por primera y única vez en la humilde estación de Termosales,
llevándose del destierro, de los miedos y de las dudas, a don Carmelo Herrador
de los Santos, ejemplar soldado del ejemplar ejercito del gobierno de aquella República.
Cuando Lucas Monteño
sostuvo sobre su pecho la cabeza sin vida de su amigo y compañero lloró sal, y
tuvo la misma sensación de ansia que la noche que durmió con la Serrana.
La lluvia era ahora miles
de perlas desiguales y transparentes sobre la hierba del campo, desparramándose
las una sobre las otras en inútil pelea por la supervivencia. Don Carmelo se
había ido muriendo de a poco, como por entregas, desde el mismo momento, que
desterrado, pisó por vez primera las calles de Termosales.
-
No
se puede vivir llevando en la conciencia la sonrisa fría y reclusa de un
muchacho muerto en noche sin luna. Lástima compadrito que ese maldito tren solo
existiera en su mollera.
L.F.S.C.
L.F.S.C.
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