MIRA QUE ERES LINDA
Hilario Solano propinó un
tremendo puñetazo sobre la mugrienta mesa de pino de una tasca oscura y lúgubre
de un pequeño lugar de Castilla, al
mismo tiempo que fuera, en la calle, un trueno desproporcionado anunciaba la
proximidad de la tormenta.
Con la fuerza del impacto,
el vino se desparramó sobre las pringosas tablas de la mesa salpicando las camisas de los dos únicos clientes que la ocupaban, ante la mirada displicente y
entumecida del anciano tabernero.
-¿Como puedes hacerme esta
putada? Rafa, piensa un poco. Te he tratado como a un hijo,
es más, tú ha sido durante estos años el hijo que no tengo. Te saqué jugándome
el gañote de aquel hospicio asqueroso y
te he dado todo cuanto tienes.
-¿Cuánto tengo? Déjame,
Hilario, que te diga todo lo que tengo, bueno permíteme que te diga primero
todo lo que no tengo. No tengo familia, no tengo hogar, no tengo dinero ni
tengo futuro. ¿Y sabes lo único que tengo? Tengo frío en invierno. Tengo calor
en verano, y tengo hambre en invierno, en verano y siempre, Hilario, siempre.
Hilario Solano conocía a
Rafael desde que éste tenía once años. Se le presentó don Torcuato, el director
de la academia donde Hilario enseñaba solfeo, diciéndole que era el chico más
avispado que había conocido nunca y que llegaría, en un corto periodo de tiempo, a ser uno de los
mejores trompetistas que hubieran pasado por su conservatorio. Desde el primer
día se cayeron bien, tal vez, por la
admiración muta que se sentían, a pesar de la diferencia de edad.
Rafael Coronas era un
chico de familia acomodada de solo dos miembros, él y su padre, un viudo educado y creyente que regentaba una tienda de abrigos y
sombreros en la calle Mesón de Paredes, en el mismo corazón del barrio de
Lavapiés, y que le proporcionaba los medio suficientes para vivir
desahogadamente y permitir que su hijo pudiera ir al colegio, estudiar música y
comer caliente todos los días. A Don
Rafael, padre, no se le conocían parientes en todo Madrid, si bien se decía,
cosa que él nunca afirmó ni negó, que tenía una hermana monja en un convento de
un pueblo de Burgos.
Hilario se llevaba de vez
en cuando a Rafa a tocar con él, en festivales benéficos y en actuaciones de
poca monta, mayormente, decía, para que el chico se vaya soltando y pierda el
miedo ambiental, y Rafa encantado de acompañar aquel pedazo de músico que era
capaz de hacer sonar, como los Ángeles, cualquier instrumento que se le
antojara. Allí conoció a otros dos hermanos del “maestro” que también les
acompañaban de vez en cuanto.
Algunos domingos don
Rafael, invitaba a Hilario y a sus hermanos a comer en su casa. Ese día acudía
Elvira, una vecina madre de cinco hijos que tenía a su marido emigrado a la
Argentina, y les preparaba una buena pota de arroz con bacalao. En la sobremesa procuraba convencer al músico
de que no enseñara a su hijo todos los intríngulis de la profesión, quiero,
decía, que mi hijo sepa música, pero no la suficiente como para pasar hambre.
Es una profesión gratificante, don Rafael, contestaba Hilario, y no crea que se
pasa más hambre que en otra cualquiera. Eso sí, tengo que decirle, que la
música es envidiosa, y que con ella se hacen muchos compañeros de camino, pero escasos
amigos. Y en esto transcurría la vida cuanto estalló la guerra.
Un día los milicianos se
presentaron en la tienda y decomisaron todo el género para entregarlo a los
camaradas que tenían que soportar en el frente republicano el rigor de aquel
duro invierno, dejando a don Rafael en la más absoluta ruina. Por si fuera
poco, una vez que entraron los nacionales en Madrid, le acusaron de haber
colaborado con las hordas marxistas proporcionando al enemigo cobertura e
intendencia. Le subieron a una camioneta y fue fusilado, sin juicio previo, con
otros dieciocho desconocidos, en uno de los muros del cementerio de La Almudena. Rafael, hijo, que contaba al
terminar la contienda con la edad de catorce años, fue colocado como aprendiz
en un aserradero, alojado de noche, gracias a su única tía, aparecida
milagrosamente al final de la guerra, en
una especie de casa de misericordia dirigida por las Hermanas de los Pobres,
hasta que una noche, a deshora, con un documento falso, presuntamente firmado
por el gobernador civil de Madrid, fue
reclamado por un tal Hilario Solano, que
había servido durante la guerra en la Unidad de Música del Regimiento de
Infantería “San Quintín” de Valladolid.
Y así, con Alfredo y
Eduardo, hermanos menores de Hilario que tocaban respectivamente, la batería y
el saxo tenor, Marussia, cuyo verdadero nombre era Amparo Melgar, esposa de Hilario, como cantante, el mismo
Hilario con el acordeón y Rafael Coronas como trompeta, nació para el mundo la
orquesta “Solano”, que desarrollaría su arte por aldeas y pueblos, salones y
verbenas a todo lo largo y ancho de Castilla la Vieja.
La taberna se iluminó de
pronto por la luz de un nuevo relámpago. Por la puerta penetró, sin oposición
alguna, una ráfaga fresca de aroma a tierra
mojada que alivió en parte aquel persistente hedor ácido de vino rancio.
Hilario se frotó los
ojos, aquello no podía ser verdad. Rafael se marchaba de casa como aquel hijo
pródigo de los evangelios. De nuevo un trueno en si bemol mayor y luego la
puñalada trapera con las palabras del trompetista:
-Esta noche, si el tiempo
no lo impide, es la última vez que toco con vosotros.
-¿Qué vas hacer, a donde piensas
ir?
- Escuche la otra noche
en Villanubla que están ampliado toda la red del Metro de
Madrid, que hay mucho trabajo y que se gana bien.
- Pero tú eres músico.
-Yo era músico. La música
te somete, te domina como el alcohol, y un día tienes que revelarte y decir
hasta aquí hemos llegado…
Y el tiempo lo impidió a
medias. Estuvo lloviendo toda la tarde, y el baile se improvisó en una nave,
propiedad de un labrador acaudalado, donde aquellas gentes de postguerra
acudieron a festejar a su patrona, hasta bien entrada la madrugada.
Rafael se concentró en
que su interpretación no se viera enturbiada por los recientes acontecimientos
sobre su marcha. Deseaba que en ningún momento pudieran, o bien sus nervios o
bien sus sentimientos, jugarle una mala pasada que hicieran de aquella, su
última actuación, algo diferente a cuantas llevaba a lo largo de los veintitrés
años que había formado parte de la
banda. Y así fue, hasta que entrada la madrugada, Hilario propuso:
-Vayámonos despidiendo,
hacemos la última.
-¿Aquellos ojos verdes,
Hilario?
-No, Mira que eres linda.
“Rafael cerró lo ojos, se
llevó la embocadura a los labios, tensó los músculos de la boca, respiró profundamente
y comenzó a ejecutar la introducción de aquel maldito bolero. Hasta que
Marussia comenzó a cantar, tuvo la impresión de que había pasado un siglo y que
se habían quedado solos en el mundo su trompeta, él y aquella esencia profunda y sutil que irradiaba el cuerpo de la cantante… que preciosa eres…
Por la puerta del almacén
comenzó a entrar una brisa fresca y húmeda, epilogo de la tormenta vespertina y,
a pesar de que aún era verano, sintió un frío otoñal que le invadió el alma
hasta el punto que ni se percató de
como rodaban por sus mejillas dos semicorcheas con apariencia de lagrimas redondas…verdad que en vida he visto muñeca…
Solo unas pocas parejas
quedaban en la pista. Algunas carabinas,
arropadas con la toquilla hasta la cabeza, vigilaban que a sus hijas no las abandonase, a
esas imprudentes horas, la ninfa de la
virtud: ya se sabe “el hombre fuego, la mujer estopa, viene el diablo y sopla”
Un borracho, aprovechaba
los primeros compases de la canción, para,
abrazado a si mismo y a su desamparo,
intentar algo parecido a un baile, y dos chavalillos, ebrios de aburrimiento,
bostezaban sin recato mirando a la orquesta que se despedía, y con ella las
fiestas, lo inusual y lo desacostumbrado.
A veces el destino comete
quebrantamientos menores y esta noche lo estaba demostrando una vez más. Mira
que llevaban cientos de canciones en su repertorio, y despedirse, precisamente,
con aquella.
Miró
a un lado y a otro y reparó, como no lo había hecho jamás, en todos y cada uno
de sus compañeros. Tocaban de forma mecánica, sin interés alguno, saturados de llevar tantos años haciendo lo mismo,
interpretando las mismas melodías, en los mismos sitios, ante las mismas
gentes…con esos ojazos, que parecen soles…
A su derecha Alfredo acariciando la
caja de su batería "Premier". Un muchacho
impetuoso y rebelde. Constantemente
se encaraba con su hermano Hilario. Era el único que se enfrentaba a él y
discutía sus decisiones. Posiblemente un poco amanerado pero de buen corazón.
Era el preferido de Rafael, tal vez, porque ambos eran aproximadamente de la
misma edad, y cientos de veces se habían emborrachado juntos, y juntos también,
habrían cometido excesos de esos que solo el recato censura. En el otro extremo
del escenario, otro de los hermanos del jefe, Eduardo, mayor que Alfredo, y a
criterio de Hilario, el mejor de los músicos. Sin embargo aquellas virtudes
artísticas las emborronaban por su forma de ser. Su timidez y aquella manera tan
introvertida, que si bien no le había
acarreado problemas a lo largo de su vida, tampoco le habían favorecido en
absoluto. Era viudo, bueno eso decía él, puesto que su mujer aún vivía, solo que hacía años que le había abandonado cansada
de que aquella vida errante. A escondidas sus hermanos le llamaban el
saxofonista solitario… siempre enamorada,
con que miras tú… A su derecha, desde el primer día que subieron a un
escenario, Hilario; un hombre templado, conocedor como nadie de su
profesión, serio, honrado y excelente músico, compañero y amigo. Se diría que
era una especie de padre para todos ellos. Siempre consideró a la orquesta “Solano”
como una gran familia. Se encargaba de las contrataciones con ayuntamientos y
empresarios y tenía fama, en cualquier sitio que trabajaran, de ser un hombre
formal…verdad que me siento más cerca de
Dios…
Y en el medio Marussia
.¡Oh Marussia!, aquella diosa que le tenía desequilibrado el corazón. Como
podía un tal Julio Brito, irresponsable compositor donde los hubiera, haber
creado una canción tan perniciosa para el alma. En aquella hora precisa de la noche e interpretada por Marussia, era
sin duda, la mas bella canción del universo, pero dañina para las entretelas
como el canto de las sirenas…porque eres
divina tan dulce…Cuando la miró de reojo y vio como estiraba la frente,
cerraba los ojos y arrojaba femenina y delicadamente su melena por
detrás de sus hombros, cuando vio como sus pérfidos labios urgían de carmín la
rejilla del micrófono, interpretando aquellos versos, maldijo al cubano creador
de aquella perversa canción. Y ella sabía, vaya si sabía, que al muchacho le
tenía enamorado desde el mismo día que Hilario le trajo a la orquesta y esta
situación no le producía ni regocijo ni contrariedad, ni había conseguido
despertar en su corazón lastima ni fascinación. Si no fuera pecado se abría
dado un revolcón con el muchacho, a pesar de ser mucho más joven que ella, a
pesar de amar apasionadamente a su marido, a pesar de no sentir ningún lascivo
pensamiento por el chico, solo siguiendo, no sabía porque, extrañas veredas en el
laberinto de los sentimientos…que solo
una rosa caída del cielo fuera como tú… Aún
sobrenadaba en el ambiente, aunque cada vez más
débil y difuminado, el aroma a “Maderas de Oriente”, que emanaba
como a oleadas de aquel cuerpo celeste. Joder, Marussia, mira que eres linda, Dios como te
amo”
A la mañana siguiente
Hilario acercó con su camioneta a Rafael a la estación de Cabezón de la Sal.
Allí le dio un abrazo y veinte duros. Jamás en la vida volverían a verse.
Cuando el tren aminoró la
marcha para cruzar el puente sobre el Duero, Rafael abrió la ventanilla y
arrojo por ella, a las aguas del río, el maletín de madera en el que guardaba
su trompeta.
-
¿Que
has tirado por la ventanilla hijo?
-
Un
sueño, señora, solo un sueño.
L.F.S.C.
PINCHA EN EL REPRODUCTOR, CIERRA LOS OJOS, RELÁJATE Y DISFRUTA.
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