OTILIA
“El
niño sacó de su bolsillo un reloj con una
cadena
de plata. Abrió la tapa del reloj y
comenzó a sonar una música como las de las cajitas que tienen una bailarina
danzando sobre un suelo de espejos. Luego cerró la tapa y cesó la música. Entonces
la niña sacó de debajo de su blusa una cadena de oro que llevaba una medalla
con La Monalisa y estuvieron un rato jugando con las cadenas del reloj y de la
medalla, hasta que otro niño, el dueño de ellos, despertó y los niños se
evaporaron del sueño. Enseguida volvió a quedarse dormido y ahora soñó con otra
niña que estaba amarrada por su tobillo con una cadena roñosa y esta vez,
cuando despertó, ya no fue capaz de
conciliar el sueño en muchas horas.”
La recuerdo en blanco y
negro, con manchas sepias de café como aquellas fotos antiguas, bajo las
calurosas tardes de verano, descalza y en
cuclillas sobre el umbral de su puerta, protegida del sol por un humilde
parralillo y amarrada a uno de sus tobillos por una cadena con un candado
negro. La recuerdo durante las horas silenciosas de la siesta, solo perturbadas
por el vaivén de la brisa solana o el vocerío solitario del vendedor de galletas
de canela. O en aquellas tardes de otoño, color azafrán, con aquel sol
decadente y soñoliento, importunado por el griterío de los muchachos al salir
de la escuela, que los vestíbulos del atardecer sobredimensionaban con desmán.
Y siempre sola, esperando que pasara aquella tarde para al día siguiente
encontrarse con otra tarde calcada a la de hoy e idéntica a la de mañana.
Y recuerdo, también,
aquel monstruo de horrible aspecto y de olor fétido con grilletes en las
muñecas y en los tobillos dentro de la mazmorra de su mente, atormentándola
durante el día y la noche.
Otilia, encadenada al sol de la tarde y ensimismada en sus
pensamientos, nos parecía de una brutal naturalidad, como si aquello formase
parte de nuestro acontecer, más eran años de abstinencias que obligaban a sus padres, pobres padres, a bajar todos los días a la vega para poder sacar
adelante una familia y una cosecha o una cosecha y una familia, que ahora no recuerdo que era lo primero.
Imagino hoy aquella madre
encadenando a su hija y haciendo un largo camino hasta los campos de tabaco con
el corazón encogido por el dolor y la angustia, pensando como podría aquella
criatura defenderse sola de una bestia desbocada, del furor del fuego, de la
crueldad de otros niños o de las piedras de la tormenta. ¡Ah la tormenta!
Aquella que aparecía por donde se pone el sol, con aquellos nubarrones negros
como el color del café “ Cubano”, que los estraperlistas portaban desde
Portugal a lomos de caballos gigantes.
Aquella tormenta que asomaba por el Oste, que como el café venía de Portugal y que hacía a las gentes cruzar sudorosas y
jadeantes la loma que separaba las vegas del caserío, en una carrera desigual
donde la naturaleza siempre ganaba por la mano. A veces llegaba con un goterón húmedo y
desolado, acompañado de otro y luego de miles,
transportando por el aire un olor preñado a tierra mojada y que
se iban solidificando para convertirse en piedras de cristal que cubría los
campos con un maná de desolación y muerte. De nada habrían servido aquellos
cohetes de yoduro de plata que los amos habían mandado lanzar contra el cielo
encolerizado. Luego otra vez el éxodo, la huida hacía adelante en busca de un
tiempo más afable, de un porvenir menos descomulgado. Y Otilia viviendo el duelo
entre divertida y frágil, ajena por completo a la extensión de la tragedia.
Sí, imagino aquella madre
encadenando a su hija para marchar al campo un día sí y el otro también. Que júbilo debía sentir a la vuelta, ya con la
tarde consumada, llevando al cuadril, con orgullo complaciente, la primera
sandía grana y jugosa ó un cántaro de agua nueva de la fuente del “Jabalí”. Que
júbilo cuando se encontrara de nuevo con los ojos de Otilia, brillantes y
agradecidos como los de un perrillo al que has dejado todo el día abandonado. Nunca
olvidaré los arañazos y moratones, siempre excusados, que marcaban a diario la
cara de aquella mujer; “me he caído tendiendo la ropa” “he resbalado en el
gallinero” “he tropezado con el rimero de leña” y recuerdo ahora, desde la
comodidad del tiempo, como a cara o cruz, en la mas injusta de las
comparaciones, a aquella otra Otilia hija de Aldarico, señor feudal de Alsacia,
abandonada a su suerte por no haber nacido varón.
Otilia nos conocía a cada
uno por nuestro nombre, y cuando pasábamos frente a ella todo eran bondades a
nuestras personas, pero al mismo tiempo, a medida que nos alejábamos, rompía a
insultarnos llenando de improperios el calor de la tarde. Otras veces nos
llamaba para que nos aproximásemos y al menor descuido arrojaba sobre el más
despistado sus dragones despiadados. O cerraba los ojos para no vernos y así sentir
que nosotros tampoco la podríamos ver a ella. Daba incluso la sensación que sentía temores
de si misma y que esos miedos la perseguían a lo largo de todas las tardes como
una compañía inoportuna.
Y así pasaban las horas:
morosas, líricas… como si el tiempo,
que deja en la cara de las gentes la marca de su paso, con Otilia se sintiera
enormemente incomodado, pues ella era de una edad imprecisa, como la de los
angelitos de las estampas.
Un sábado por la tarde
rompió la cadena y saltando la acequia huyó hasta refugiase en un pinar cercano. Fue
un momento de desconcierto desafinado, de carreras y de miedos sin más. Alguien avisó a su familia y bajo un atardecer
anaranjado su padre liberó a la princesa de las mismísimas garras de la
libertad, tras una disputa sin fin.
Nuca nadie consiguió
saber como se rompió el eslabón cómplice de la huida. Y jamás nadie sabrá como
será la libertad para los que no la tienen. Yo hubiera querido imaginarla
escapando a través de la brisa de la tarde, con los ojos abiertos como los vuelos
vaporosos de las mariposas, sobre el país de Nunca Jamás. Alguien la habrá
ayudado. El mismo diablo. O tal vez el eslabón quebrado vendría con defecto. De
cualquier forma a partir de ahora habrá que prestar mas cuidado. Nada, cadena
nueva y otra vez la misma escena, Otilia en cuclillas, bajo un parral pírrico y
estéril, viendo pasar las tardes y la vida, chapoteando en su cenagal como una
fierecilla indómita, que prisionera de su inmadurez, esperase que vinieran a
verla aquellos niños de piernas con diviesos enrojecidos o cualquier
desconocido que con estupor contemplase, en la tarde desdibujada, aquella flor
encadenada que olería como las lágrimas de los enamorados o como los besos
ajenos.
A veces venia uno de sus
abuelos a pasar una temporada con la familia y era éste el que se encargaba de
la vigilancia de Otilia.
El anciano ataba uno de
los extremos de la cadena a la silla de anea donde se sentaba, y alguna tarde,
hipnotizado tal vez por el olor dulzón a miel de higo que iba desprendiendo el
tabaco a medida que se iba secando, se quedaba inoportuna e inocentemente
dormido, con su cabeza estribada sobre la cal desconchada de la pared.
En aquella ocasión la
estampida de los caballos desbocados de la muchacha dieron un vuelco a la silla
donde reposaba el hombre, y al rato quiso la ira que silla, cadena y niña
fueran atraídas por la corriente de la acequia, que por suerte llevaba poco
caudal por ser ya el final del verano.
Las voces del abuelo y la voluntad aventurera de algunos muchachos rescataron
del canal a Otilia con una simple mojadura y algún cardenal indiscreto.
Cuando la otoñada se
instalaba definitivamente entre nosotros y a medida que el sol declinaba, la
flor, mustia y sucia, fijaba la mirada en el firmamento y balbuceaba con
ternura, si candencia alguna, una cancioncilla como esas que tienen las cajitas
de música con una bailarina que danza sobre un pavimento de espejos, y luego si
la tarde se enternecía como madre primeriza, la niña sestearía sudorosa en el vértice
de una mueca guasona. Y era entonces; solo entonces, cuando se adivinaba en su cara
la verdadera dimensión de su hermosura.
“Bien entrado el amanecer
el niño volvió a quedarse dormido y ya no volvió a soñar con Otilia que se fue
desvaneciendo en el espacio como el vaho en los cristales.”
Algunos años después
escuché que Otilia había vuelto a romper la cadena. La definitiva. Y que
huyendo había conseguido alcanzar los estados cósmicos donde reside la libertad
plena, la que poseen aquellos seres que han logrado desprenderse de sus
prejuicios y de sus convicciones.
No me la imagino en el
paraíso amarrado su tobillo por una cadena de oro a la pata del trono donde
Dios se adormece. Vaya, que no me la imagino y que además sería injusto. Y sin
embargo dicen que su pueblo hubo un día que se llamó Villaflor de las Cadenas.
“- Alza la malla por
todos mis compañeros y por mi primero.
-
Anda
niño levántate ya, que hay que ir a la escuela.”
L.F.S.C.
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