EL COMPAÑERO
El hombre
entró en la habitación que le habían indicado. Llevaba puesta la sonrisa eterna que jamás le abandonaba, ni
siquiera cuando se enfadaba. En una mano sostenía una funda rígida de laúd, y
la otra mano la llevaba escondida en uno de los bolsillos de su chaquetón verde.
Reparó en la
habitación. Era enorme, toda pintada de blanco y totalmente diáfana, exenta de
muebles y de decoración. Tenía dos puerta, una por donde el hombre había
entrado, y otra por donde se suponía que tenía que pasar cuando le llamaran para el examen. Sobre una
de las paredes había una silla también pintada de blanco. Depositó en el suelo
la funda del laúd y se sentó en ella. Sintió frío y cansancio, así que apoyó su
cabeza sobre la pared y cerró los ojos. Repasó una vez más la posibles respuestas que debiera
contestar a las hipotéticas preguntas que pudieran hacerle. Siempre había oído
que todo hombre que se precie ha de haber tenido un hijo, haber plantado un
árbol y haber escrito un libro. Vaya que por ahí no iban a pillarle: él había tenido
cuatro hijos, había plantado cientos de plantas y árboles y había escrito un
libro más gordo que el libro gordo de Petete.
De pronto
empezó a sentir sueño y se quedó dormido. Soñó con aquel mediodía del mes de agosto
de muchos años atrás. Él y el chico estaban haciendo cuentas que de ninguna
manera cuadraban. Había organizado, junto con otras personas, unas capeas y ahora les faltaba dinero para
poder pagar a todo el mundo. Por si fuera poco hasta su esposa, enfadada, le
había negado la palabra. De pronto miró al chico:
-
Supongo que anoche se cocinó toda la carne de las
vaquillas para la gente del pueblo ¿no?
-
Pues no, nos
hemos quedado con los solomillos “sajodío, esos nos los comemos nosotros, que
pa eso nos lo hemos currao”
-
¿Dónde está la carne?
-
En la nevera de mi casa.
-
¡Vete ahora mismo a por ella o te arranco la cabeza! Y
luego la vamos a cortar en trozos más pequeños para los pobres del pueblo y tú
vas a venir conmigo a repartirlos.
La sonrisa
eterna de su cara se multiplicó si cabe. De pronto sonó la megafonía indicando
que pasara el siguiente.
El hombre
entró en una habitación aún más grande que la primera. Estaba, toda, forrada de
estanterías de madera, y sobre ellas miles de ejemplares de libros enormes. En
medio sentado a una mesa, de la misma madera que las estanterías, había un funcionario de avanzada edad, que ni
siquiera se percató de la llegada del visitante, absorto, como estaba, en la lectura de unos papeles que tenía en las manos.
Cuando el escribano
reparó en el recién llegado pregunto:
-
¿Qué lleva usted en esa funda?
-
Un laúd
-
¿Un laúd? Válgame Dios, ¿para que quiere usted aquí un
laúd? ¿No le han dicho que aquí no se puede traer nada? Venga déme los papeles.
-
¿Qué papeles?
-
Joder, esto cada
día funciona peor. Ya no les explican nada. Los papeles, las recomendaciones
esas que les dan y que aquí tampoco sirven para nada. Pero entienda usted, que
yo me paso aquí muchas horas y me gusta leer las chorradas que les escriben en
esas recomendaciones. Me descojono de risa.
-
A mi nadie me dijo que tuviera que traer papeles.
-
Me está usted resultando un poco raro. Dígame como se
llama.
El visitante indicó
su nombre al funcionario y este levantándose de su silla se acercó a una de las
estantería, de donde, con cierta
dificultad, extrajo y transportó, hasta su mesa, un enorme tomo que llevaba
gravado en relieve una I sobre el lomo.
El funcionario
comenzó a pasar las hojas para acceder,
lo más rápido posible, al nombre que le habían facilitado. El hombre, que
permanecía de pié junto a la mesa del escribiente, se percató de que todas la
hojas de aquel enorme libro estaban en blanco.
De pronto el funcionario levantó
los ojos del libro, se quitó sus gafas de cerca y miró fijamente a los ojos del
hombre.
-
¿De veras es usted quien dice ser?
-
Si, claro.
-
Por Dios como no me lo ha dicho antes. De haber sabido
que era usted no le hubiésemos hecho esperar. Llevo aquí muchos años, y muy
pocas veces he visto a una persona que trajera tantos avales y recomendaciones
auténticas como ha traído usted.
-
Pero si yo solo he traído un laúd…
El funcionario se levantó de la
mesa y se acercó al hombre.
-
Permítame que le felicite. Voy a pedirle dos favores:
uno que me consienta darle un abrazo y otro que me deje tutearle. Voy también a
escribirte de mi puño y letra una recomendación para que se la entregues a
un anciano que te está esperando tras
esa puerta blanca.
Después de escribir la nota se la
entregó al hombre tal como había comentado.
-
Ya puedes pasar.
-
¿Puedo llevar el laúd?
-
¿El laúd? Ahí donde vas no te va servir para nada, pero
puedes llevarlo si ese es tu deseo.
-
Esta nota que usted me ha dado está en blanco
-
Eso te parece a ti. Ahí pido, al hombre que te espera,
que te dediquen una calle.
-
¿A mi? ¿Dónde? ¿Por qué?
-
Porque aquí nos
gusta reparar las injusticias que cometéis en la tierra. ¿Que donde esa
calle? En el Paraíso, donde si no.
-
¿Y a quien dice que le tengo que dar esta nota?
El funcionario
esbozó una sonrisa feliz. Una sonrisa de esas que no se pueden disimular, que
no se sabe bien de donde salen pero que se adivinan salir de lo más profundo y
mejor de uno.
-
Que despistado eres, Isidoro, a quien va a ser. Al
mismo Dios, que por cierto, lleva ya
un buen rato esperándote.
L.F.S.C.
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